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jueves, 12 de julio de 2012

Play it again



Send in the clowns (isn´t it rich?)

Que vengan los payasos. Qué empiecen a divertirnos, que nos hagan reir, que nos riamos de ellos... o quizás no, porque ya estamos aquí nosotros.
¿Cómo se puede hacer una canción tan bella que hable sobre meter la pata? La situación: la hermosa, glamurosa -y algo talludita- Desiree Armlfeldt, invita a un grupo de amigos a la mansión de su madre con la intención de recuperar al amor de su vida. Pero Fredrik Egerman no lo tiene tan claro. Aunque hace tiempo estuvo enamorado de ella, ahora arde en deseos por su joven, casta y virginal esposa. Entre enredos, confusiones, desencuentros, celos y venganzas varias, finalmente los amantes se quedan solos en el dormitorio. Por una vez es ella la que se declara a él, se traga su orgullo y le echa valor. Lo malo es que Fredrik aún alberga esperanzas de salvar su matrimonio y ser feliz con una chica que más podría ser su hija, y a la que no quiere traicionar. Así que por primera vez están los dos sobre una cama en la que ahora no habrá más que palabras... y música.
Lo que ella comienza a cantar en este momento, no es más que una disculpa, ante su amor y ante sí misma. Una más que digna reacción ante el jarro de agua fría que se ha ganado a pulso. Hay decepción en sus palabras, también burla, ironía y un poco de autocompasión. Madurar duele, y el último tren parece alejarse a toda máquina.
Cuando Stephen Sondheim y Hugh Wheeler estaban rematando las canciones y el libreto de A little night music, allá por el año 73, Send in the clowns aún no había nacido. El musical basado en Sonrisas de una noche de verano, de Igmar Bergman, y ambientado en la Suecia de principos de siglo, estaba casi terminado cuando irrumpió la que iba a ser su protagonista. Tras buscar entre todas las grandes señoronas de la escena -preferiblemente maduras y británicas-, finalmente dieron con el alma de la producción. Glynis Johns (la Sra. Banks de Mary Poppins) no había cantado casi nunca antes, pero Sondheim supo inmediatamente que ella y no otra, era Desiree. De todas formas se trataba de un personaje que apenas cantaba en la obra, algo insólito tratándose de la protagonista. Pero el aire a la vez distinguido y mundano, el "charme" y la altivez, mezclados con una buena dosis de sentido del humor, la hacían perfecta para el papel de la diva en crisis. Y además encajaba al milímetro con Len Cariou -un enorme Fredrik- con quien había una química indiscutible.
En el libreto original, la escena de la confesión se resolvía con una canción del amante, al que ella escuchaba atenta con lágrimas en los ojos. Pero Harold Prince -director de la obra- sugirió al autor que escribiera un tema para ella, a la que apenas se le oía cantar en toda la función. Y así fue como surgió esta celebérima balada, una de las señas de identidad del teatro musical americano. Según palabras del propio Sondheim, la compuso pensando exclusivamente en la actriz, con versos cortos y frecuentes pausas que le permitieran actuar, crear tensión y a la vez recuperar fácilmente la respiración. Él confiesó no haber quedado demasiado satisfecho con la pieza, en comparación con el resto del material  mucho más lírico y elaborado. Pero cuando la empezaron a ensayar vieron que no solo entraba a la perfección en la trama, sino en el perfil y el estado de ánimo de la intérprete. Siendo la que menos cualidades vocales tenía de todo el reparto, la Johns consiguió emocionar a los autores desde el primer ensayo. Entonces se llamaba "Send in the fools", pero al no encajar del todo el título decidieron sistituir a los locos por los payasos.
Durante los dos primeros años tras el estreno, la canción no destacó demasiado del resto de la excelente partitura. Tan solo Bobby Short la grabó acompañado del piano, en un disco que no tuvo mucha repercusión.  Pero poco después la interpretó Judy Collins y, ante la sorpresa del compositor, se convirtió en número uno en Inglaterra. "Eso demuestra que no existe la fórmula para fabricar un éxito" decía el propio autor. Un tema melancólico, con una dulce melodía y un tempo cadente... pero con una letra algo críptica que nadie parecía entender muy bien. Pero eso no fue un problema, la música sugiere tanto que no es necesario descifrar los códigos de su mensaje.
Desde los años ochenta han sido muchos los que la han incluído en sus repertorios. Frank Sinatra la consagró definitivamente y la convirtió en la canción más popular de todos los shows de su autor, cosa que a éste le parece una gran injusticia. Sarah Vaughan, Shirley Bassey, Grace Jones, Tony Bennett y Barbra Streisand la han hecho suya, se ha convertido en un standard de jazz y una pieza de bossa nova. Hoy es algo universal -mucho más famosa que el show al que pertenee- siendo tan pequeña y habiendo nacido con tan pocas expectativas. ¿A que va a ser verdad eso de que menos es más?
Oirla en escena emociona siempre. Ya sea en la voz de Jean Simmons, Judi Dench o Bernadette Peters -incluso Liz taylor- las otras magníficas Desirees. Y es que en el fondo todos nos hemos sentido alguna vez así de defraudados por algo o alguien, o por nosotros mismos. Sobre todo si estamos en esa edad crítica en la que la vida parece burlarse con cariño de nosotros, pobres payasos.     
Escuchemos con atención esa balada que habla de la farsa en que vivimos, la pequeña música nocturna que acaricia y también araña, y dejemos que se nos dibuje, mientras suena, una sonrisa que refresque estas cálidas noches de verano.