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jueves, 18 de octubre de 2012

Hits/Flops





Mack & Mabel  (Time heals everything)

A Jerry Herman le costó mucho tiempo superar la decepción por el fracaso de uno de sus musicales más queridos. Más que el tiempo, lo único que de verdad pudo curar las heridas del autor de Hello Dolly! fue su siguiente gran éxito, La Cage aux Folles, casi diez años después. Hasta entonces no se llegó a sacar la espinita de tan acariciado -y maltratado- proyecto.
Se atribuye a varios el haber inventado la fábrica de sueños. Los Hermanos Lumière, Georges Méliès, D.W. Griffith, Charles Chaplin... pero no hay que olvidarse de uno de los más grandes pioneros del cine, Mack Sennett. El rey de la comedia, el inventor del "slapstick" o películas en la que las caídas, los golpes, las carreras y las risas se sucedían de principio a fin. I wanna make the world laugh! era el lema del fundador de los estudios Keystone y una de las canciones más chispeantes del musical que hoy rescatamos.
Siempre que hablamos de heroínas del cine mudo nos vienen a la mente -sean vírgenes o vampiresas- Mary Pickford, Lillian Gish o Gloria Swanson, pero no mucha gente recuerda -o incluso conoce- la carrera de una de las primeras estrellas de verdad del celuloide, Mabel Normand. La novia de America, o una de ellas. Cuando Mabel conoció a Mack, su inexperiencia en el cine así como en la vida - a pesar de haber comenzado su carrera como modelo de fotógrafos y pintores bohemios- eran también su mayor atractivo. Ingenua y vivaracha, la Normand era la dama en apuros, la doncella acechada por el sátiro, la "buena" huyendo de los malos. La personificación de la heroína frente a toda suerte de tribulaciones, ya sean cómicas o trágicas.
Chaplin y Arbuckle la secundaban en los guiones que se producían como rosquillas, a película por semana, rodar, montar, estrenar y cobrar. Así hasta que el sonoro tuvo a bien acabar con la gallina de los huevos dorados. Pero Mabel no solo actuó ante las cámaras, también fue guionista, directora y productora de sus pripios filmes. Tal vez la primera mujer en asumir todas estas funciones. Una adelantada a su tiempo que fue también pionera en escándalos. La inocente muchacha acabó adicta a la cocaína e implicada en más de un oscuro caso de asesinato. Igual que Saturno, Hollywood también se alimentaba de sus retoños.
Pero lo que en realidad sucedió entre el director y la starlet nadie lo sabe, aunque se han hecho muchas conjeturas hasta convertir su tumultuosa relación en algo mítico. Romance, sexo, celos, sonadas broncas y reconciliaciones encadenadas aderezan la leyenda de este par de espíritus libres. Y la onda expansiva de este affair en blanco y negro -y a 16 fotogramas por segundo- llegó ¿cómo no? hasta los escenarios Broadway.
Todo comenzó cuando Edwin Lester (director de la Civic Light Opera de Los Angeles) se aficionó a rescatar viejas películas mudas. Su interés le llevó a investigar sobre las vidas de directores y productores hasta toparse con esta tórrida historia de amor. En cuanto compartió su idea con su amigo, el compositor Jerry Herman, la chispa saltó. El tema y el ambiente en el que se desarrollaba la trama eran para Herman inspiración en estado puro, así que se puso manos a la obra y en pocos días ya tenía un par de buenas canciones que ofrecer. ¿A quien? A los mejores. El productor David Merrick y el director Gower Champion (con quien ya había colaborado en Hello Dolly y en Carnival) se embarcaron en el proyecto no sin mostrar ciertas reservas. Parece que a ambos les resultaba un asunto demasiado visto, demasiado camp. Al fin y al cabo eran los 70 y Broadway tendía a modernizarse. Pero aún así la producción siguió adelante con el impulso que le dio la confirmación del actor que encarnaría a Sennett, el adorado Robert Preston (un auténtico ídolo del musical desde su Music Man). Con esa garantía las cosas empezaron a fluir de otra manera.
Encontrar a Mabel no fue tan fácil. Necesitaban una mezcla de inocencia y picardía, ternura y coraje, fuerza y vulnerabilidad... y además que se pareciera a la Normand y que cantara como los ángeles... Sin darse cuenta estaban conjugando las cualidades de una jovencita que aún no había triunfado pero que estaba demostrando con solvencia su talento. Bernadette Peters ya había hecho George M., Dames at Sea y la malograda La Strada (un punto negro para el currículum de cualquiera), vamos, que aún no había participado en un éxito de verdad. Aún así, en cuanto decidieron medirla con Preston estalló una química que no dejó lugar a dudas. Eran Mack y Mabel.
Herman, Champion, Merrick, Preston y Peters -¿podía haber mayor garantía?- estrenaron en California con críticas irregulares. Para algunos "un prodigio de frescura y talento", mientras que para otros era un espectáculo torpe y mil veces visto. A unos les parecía cursi y predecible, pero a otros les resultaba crudo y amargo, especialmente su final nada feliz. Y con estos precedentes se estrenó en el Majestic de Broadway el 6 de octubre de 1974 para cerrar el 30 de noviembre siguiente. La falta de apoyo por parte de sus productores precipitó el fracaso de una función que por desconocimiento fue tratada injustamente. Una pobre campaña publicitaria y un tema tal vez demodé para un público que demandaba ritmos más rockeros acabaron con esta agria y dulce historia de amor. Para algunos demasiado agria, para otros demasiado dulce.
Sin embargo el tiempo -que todo lo puede y todo lo cura- ha puesto a esta obra en el lugar que merece. Una vez cancelada fue nominada a ocho premios Tony (aunque no se llevó ninguno), desde principios de los 80 que se estrenó en Londres (con una Mabel llamada Imelda Staunton, by the way) se han sucedido las reposiciones por diversos paises, y algunas de sus canciones (I won´t send roses, Wherever he ain´t, Times heals everything...) se han convertido en auténticos clásicos del musical.
Pero al viejo Herman aún le quedan secuelas del triste abandono de su criatura. No hace mucho lo decía en una entrevista en la que se refería a éste como uno de sus trabajos predilectos. Solo por eso hoy despolvamos esta singular historia de amor, esta pieza de culto que une la grandeza del cine con la del teatro y la música, y que nos hace una visita guiada por la factoría donde los sueños se hacen realidad y luego la realidad va y se convierte en pesadilla. Movies were movies when you paid a dime to escape...         



           









jueves, 4 de octubre de 2012

Another opening, another show! (Una historia de Broadway 6)





On the avenue I´m taking you to...

A ver, a ver... ¿dónde nos quedamos? La última clase de historia fue hace demasiado tiempo, así que tendremos que ponernos al día. Déjadme recordar... ah sí, hablábamos sobre la depresión del 29 y de como afectó al mundo del espectáculo durante la siguiente década. Hablábamos sobre la pérdida de la inocencia del showbusines y de la sociedad americana en general. De como los años treinta fueron dulces y amargos a partes iguales para Broadway.
En 1937, a los dos años de estrenarse un hito fundamental en la historia del musical -y la ópera- llamado Porgy and Bess, su autor murió de un tumor cerebral cuando solo tenía treinta y ocho años. Gershwin se fue sin conocer el éxito de su obra magna igual que Colón murió sin saber que había descubierto América. Caprichos del destino. La gran música quedaba huérfana para siempre.
Mientras Cole Porter y Jerome Kern estrenaban Anything goes o Roberta -ambas ligeras y sofisticadas- Orson Welles y John Houseman trataban de llevar al teatro musical hacia territorios de compromiso político y denuncia social. Pero todo tenía cabida en el Great White Way de la época.
Por esos días se estrenó la película que consiguió fijar la imagen definitiva del barrio más popular del universo. Todos los clichés, las situaciones, los sueños, las esperanzas y las decepciones, el fracaso y el triunfo se instalaron para siempre en una calle, la número 42. Por entonces ya había teatros desde la veintitantos hasta la cincuenta y muchos, pero el corazón de la manzana seguía alojado en la 42, junto al New Amsterdan Theatre, uno de los locales más lujosos que pudieron pagar los magnates holandeses. Mientras la construcción de nuevos salones se expandía de norte a sur como una mancha de aceite, una serie de obras nuevas se presentaban hacia finales de la década. Algo estaba cambiando en el negocio del espectáculo.
El estreno de Pal Joey, una de las últimas colaboraciones de Richard Rogers con Lorenz Hart (1940), fue toda una revolución. El tiempo en que los shows se nutrían de buenas canciones que aderezaban endebles historias se estaba acabando, poco a poco se estaba imponiendo la narración por encima de todo lo demás. Y Pal Joey era un buen ejemplo de ello. Esta irreverente farsa sobre un vividor con una moral más que discutible ponía a un crápula de cabeza de cartel. Un cuento sobre damas adineradas enredadas con gigolós de poca monta que escandalizó al mismo tiempo que atrajo a miles de espectadores. En el fondo no hacía más que retratar lo que pasaba en la esquina de enfrente -la América de las buenas costumbres quedaba lejos- pero acompañado de canciones inolvidables como I could write a book o Bewitched...  La mayoría de las parejas que bailaban estas románticas baladas no tenían ni idea de que en realidad hablaban de traición, celos y abandono. Y además sin un final feliz.
Rogers y Hart tampoco tuvieron un final feliz, tras años de estrecha y fructífera colaboración les separó la enfermedad y la muerte del segundo. Para quien sí terminó mejor la cosa fue para un muchacho de Pittsburgh que probaba suerte en Nueva York y acabó quedándose con el papel protagonista: Gene Kelly. Lo demás es historia.
La llegada de la Segunda Guerra Mundial también afectó al panorama escénico -como a todo lo demás- pero desde luego no tanto como lo había hecho la anterior crisis bursátil. Los años cuarenta arrancaron con un impulso patriótico que, claro, también contagió a Broadway. Irving Berlin se alistó en el ejército y se apresuró a componer un musical que se convirtió en himno del espíritu combativo americano, This is the army. Más de cien soldados (entre los que se encontraba el propio Berlin) salían al escenario cantando marchas militares al mismo tiempo que se travestían para representar sketches cómicos o burlescos. Según cuentan las crónicas "estos chicos pasaban su vida ensayando por la mañana en mallas, con fusil y botas militares por la tarde y actuando por la noche sobre tacones altos". Eso sí, todo bajo la supervisión y el beneplácito del ejército de los EEUU. Anything goes!
En aquellos días las luces de Times Square se apagaban de vez en cuando -por ahorro y precaución contra posibles ataques-, pero cuando volvían a encenderse lo hacían aún con más fuerza y más brillo. La guerra estaba cambiando el mundo, pero ya nada podía contra una industria del entretenimiento totalmente consolidada. A eso ayudó mucho una llamada de teléfono, la que el "recién viudo" artístico Richard Rogers hizo al letrista Oscar Hammerstein II. Quería que le echara un vistazo a una obra de teatro costumbrista titulada Green grows the lilacs, a ver qué se le ocurría. Y se les ocurrió Oklahoma! A partir de ahí empezó un largo y ancho camino de colaboraciones juntos, y desde ese preciso instante se puede decir que comenzó lo que se conoce como la "edad de oro" del teatro musical.
Pero eso lo dejaremos para la próxima entrega, que por hoy ya está bien.
Por el momento, y como premio a vuestra atención, nos subiremos juntos a una calesa con flecos en el toldo que nos llevará a una calle en la que los sueños nacen, mueren y vuelven a nacer. On the avenue I´m taking you to...