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jueves, 23 de enero de 2014

Music & lyrics



Maury Yeston (In a very unusual way)

Siempre he tenido la fantasía de poder hablar con el director de la película al salir del cine, el pintor de un cuadro visitando un museo o el autor de una ópera al terminar ésta. ¿Te imaginas? Salir de El padrino y tener a Coppola esperándote en el vestíbulo. Poder preguntar a Monet sobre sus nenúfares o encontrarte a Puccini en la puerta del teatro después de La Bohème. Pues algo así me sucedió el verano pasado.
En un barrio perdido de Londres, en un pequeño teatro tan perdido como el barrio -a punto estuvimos de no dar con él- acabamos mis amigos y yo, casi por casualidad, viendo una pequeña producción del grandioso musical Titanic. En el Southwark Playhouse, no muy lejos de la orilla derecha del Támesis, un grupo de actores interpretaban una de las obras más ambiciosas que se han escrito para un escenario. Y no menos ambiciosa era la apuesta, montar la función en un espacio limitado, casi sin decorados, con un humilde vestuario y una orquesta de cinco o seis músicos.
Allí estábamos nosotros, a escasos metros de los personajes de una de las grandes tragedias de la historia, cantando sus penas como tocados por la gracia de dios. Suele suceder, cuanto menos esperas de algo es cuando más te sorprende.
Pero la gran sorpresa llegó al final. El padre de esta maravilla de partitura -mostrando la misma humildad y grandeza que el resto del espectáculo- estaba allí, a nuestro lado, tomando un refresco en el entreacto como uno más y charlando sobre su trabajo una vez acabada la obra.
Maury Yeston supo que iba ser escritor de musicales sentado en la butaca de un teatro. Su madre lo llevó a ver My Fair Lady y allí, en el Mark Hellinger, oyendo las letras de Lerner y las melodías de Loewe, este muchacho de New Jersey tuvo claro lo que quería hacer el resto de su vida. Tanto su padre (cantor de sinagoga) como su madre (pianista de vocación) le transmitieron desde niño el amor por la música apoyándole siempre en su formación. El piano, la guitarra o el vibráfono fueron sus compañeros en los años en los que recorrió escuelas y academias estudiando composición musical, orientado hacia la creación sinfónica. Pero como suele suceder, el teatro se cruzó en su camino. Estudiando en Cambridge se unió a un grupo teatral de repertorio para el que escribió sus primeras letras y músicas, reafirmándose aún más en su vocación, aunque al regresar a los Estados Unidos se entregó durante años a otra de sus grandes pasiones, la docencia.
Doctorado en Yale, su tesis fue publicada bajo el título de "La estratificación del ritmo musical"  (1976) y aún continúa siendo una obra de referencia para los expertos en la materia. Enseñando teoría y composición en dicha universidad, estrenando su primer concierto para cello (interpretado por un todavía desconocido Yo-Yo Ma) y volcado en la investigación, comenzó a rondarle la idea de escribir una pieza musical sobre la película que lo marcó en su adolescencia. Fellini 8 y 1/2  parecía contar su propia vida, lo que hizo que fuera más fácil -y más urgente- concebir la obra. ¿Pero quién querría producir el musical de un perfecto desconocido sobre una película tan extraña como esta?
Se cuenta que la actriz Katharine Hepburn asistió a una lectura previa de la obra y que le pareció tan interesante que ella misma escribió a Federico Fellini pidiéndole que cediera sus derechos. Con esta madrina y la implicación de Tommy Tune como director, más un nutrido grupo de actores deseando embarcarse en tan novedosa empresa (Raul Julia, Liliane Montevecchi o Anita Morris entre otros) Nine se convirtió en la gran sorpresa del año 82 ganando el Tony al mejor musical y a la mejor partitura, además de otros cuatro.
Con esta poderosa, refrescante y onírica pieza musical -según palabras de la crítica del momento- Yeston entró por derecho en el selecto círculo de los autores más respetados del Broadway actual.
A Nine le siguieron otros trabajos menos conocidos y alguna que otra decepción. Justo cuando por fin se decidió a poner letra y música a la novela de Gaston Leroux El fantasma de la ópera, justo cuando se empezaba a poner en marcha un proyecto del que él mismo dudaba en un principio, Andrew Lloyd Webber anunció su próxima superproducción basada en el mismo texto. Y así The Phantom (como se tituló la obra) quedó casi ignorada, eclipsada para siempre por uno de los shows más potentes de la historia.
Esta espina solo se la pudo sacar cuando en 1989 Tommy Tune lo volvió a rondar para que pusiera música a un nuevo show sobre la mítica película Grand Hotel (1932). Lo ambicioso del proyecto no encogió al autor, que por el contrario compuso una de las mejores scores de las últimas décadas. Y en los noventa le llegó otro encargo no menos ambicioso -y temerario-, convertir la tragedia sufrida por el Titanic en un musical, pero no uno cualquiera, el más caro producido en Broadway hasta la fecha. Pero una vez más un gigante del espectáculo amenazó con aguarle la empresa -nunca mejor dicho- al arrancar la realización de la película más cara de la historia del cine. James Cameron y su megalómano proyecto asustaron a los inversores del show conscientes de la sombra que el blockbuster podía hacer al musical. Y naturalmente aterrorizó al autor, que aún así se puso a trabajar sin descanso hasta llegar a componer una pieza inigualable, una obra "titánica" por las características del material en sí (no es el tipo de historia que se suela representar en un teatro) y por la dificultad que entrañaba poner a cantar a una multitud a punto de ahogarse. Cinco Tonys en 1997 -una vez más como autor- debieron compensar los quebraderos de cabeza que tuvo que sufrir durante la gestación de su último gran éxito hasta el momento. 
Death takes a holliday (basada en la película del mismo título de 1934) y un ballet sobre Tom Sawyer (Tom Sawyer, a ballet in three acts) han sido sus creaciones más recientes, de solvente calidad aunque ya sin la repercusión de sus obras mayores. Y actualmente trabaja en la música de una pieza ambientada durante la dinastía Ming llamada Peony Pavilion, un reto más en la carrera de un autor valiente, extraordinario y personal.
De todo esto nos estuvo hablando sentado relajadamente frente a un público embobado -por la obra que acababa de terminar y por sus palabras- aquella noche del pasado verano. Un verano que recordaré con placer por la compañía que tuve en mi enésimo viaje a la capital del Reino Unido, por las obras magníficas que disfrutamos y muy especialmente por haber hecho uno de mis sueños realidad, el de poder charlar con el artista sobre su obra de arte. 


 

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

jueves, 9 de enero de 2014

That´s dancing!





Whatever Verdon wants!

Cualquier cosa que le pidas, cualquier cosa que se proponga... Y no solo con sus movimientos, también con su voz rasgada, sus ojos maliciosos, su expresión inocente y culpable. Cualquier parte de su sinuosa anatomía te pueden llevar en un guiño de la fascinación a las lágrimas.
Gwen Verdon era de esas artistas -sí, artista, porque no hacía otra cosa sino arte- que jamás se lo creyó. Una mujer bajo un brillante foco de luz en el centro del escenario que en realidad prefería estar oculta entre las bambalinas, siempre a la sombra de otros. Igual que decía Billy Elliot sobre como se sentía al bailar, "es como si desapareciera", tal vez era eso lo que atrajo a esta tímida niña de Culver City (California) a pasarse la vida bailando. Bueno, bailando y mucho más.
Baby Alice fue el nombre con el que fue bautizada en su primer escenario, con seis años. Su padre era electricista de los estudios de la Metro, su madre profesora de danza, y ella fundió cine y baile para el resto de su vida. La pequeña Gwyneth padeció de raquitismo y para que sus piernas no se le atrofiaran su madre le aplicó una terapia intensiva de pliés y demi pliés día y noche, lo que consiguió que pudiera olvidarse pronto de sus molestas botas ortopédicas.
Como la Baby June de Gypsy, pasó del teatro infantil a los locales de variedades y al vaudeville sin descanso hasta que conoció al periodista James O´Farrell, que la retiró de los focos y la hizo esposa y madre siendo aún una adolescente. Más lista que el hambre se cansó pronto de estar en casa y se dedicó a escribir críticas de espectáculos para un periódico de provincias, ayudada por los contactos de su marido. Y estaba escrito que algo la volviera a atraer a los escenarios, al tener que hacer la crónica de un show en el que actuaba su primer gran mentor -tuvo dos- un coreógrafo genial, excéntrico y temperamental llamado Jack Cole, considerado uno de los padres de la danza moderna americana.
Confundir la fascinación mutua con el amor es más que habitual en el mundo del espectáculo, y la pobre Gwen se convirtió en poco tiempo en su musa, pero también en su asistente personal, secretaria, esclava y saco de boxeo, lo que la fue curtiendo a base de gritos y empujones en el arte de la sumisión incondicional. En esta época empezó a aprender el verdadero significado de la máxima de los que se dedican a la danza: "no hay éxito sin dolor". Dolor físico, dolor emocional... en eso sí que se graduó y con honores.
Por aquellos días alternaba los trabajos en funciones de variedades y en películas musicales,  asesorando en el baile a actores como Rita Hayworth, Betty Grable o incluso Marilyn Monroe. ¿De quién si no aprendió la rubia explosiva su famoso contoneo de caderas?
En 1953 el célebre productor Cy Feuer (Silk Stockings, Cabaret...) tomaba una copa mientras veía un show en un club nocturno de Nueva York. Junto a los Jack Cole Dancers aparecía una chica que captó su atención durante toda la función. En esos momentos estaba montando un nuevo musical de Cole Porter, Can-Can, y de repente se tropezó con una de sus protagonistas.
De esta manera -y un poco en contra de su voluntad- la Verdon pasó de un Cole a otro y se distanció de su amo y señor para siempre, entrando por una puerta muy grande en Broadway. Aún se recuerda la ovación de siete minutos que provocó entre un público enfervorecido y que la obligó a volver a escena a saludar a pesar de que ya estaba en su camerino cambiándose para la siguiente escena. Así consiguió el primero de sus cuatro Tonys.
Pronto la reclamaron para un nuevo musical, Damm Yankees. Su personaje Lola, una empleada del mismísimo diablo diseñada para seducir a un inocente mortal para que le vendiera su alma. Un papel para el que tenía que cantar por primera vez en su carrera, lo que dada su peculiar voz aterró a esta chica de por sí insegura de su talento. También le preocupó no congeniar demasiado con el coreógrafo del show, un bailarín de dudosa reputación llamado Bob Fosse.
El mismo día que fueron formalmente presentados, los productores del show les dejaron improvisar juntos un rato en un destartalado estudio de baile, y en el preciso instante en que Gwen vio a Bob inventando un sencillo "soft shoe" cayó rendida a sus pies para siempre, literalmente. De nuevo musa, asistente personal, secretaria, esclava... esposa fiel y compañera hasta el mismo día en que el maestro cayó muerto en sus brazos.
Soportando jornadas de ensayo interminables, preparaciones maratonianas, tensiones constantes, alcohol, drogas, infidelidades y abandono, ayudó a sacar adelante con un estoicismo sin límites los proyectos más exitosos -y algún que otro fiasco- de las carreras de ambos. New Girl in Town, Redhead, Sweet Charity -función que el director le regaló para compensarla por tan mala vida- y finalmente Chicago, el último musical que estrenaron juntos en 1975. Y los premios se fueron acumulando siendo consagrada como una de las grandes divas de la edad de oro de Broadway.     
Aunque participó en bastantes producciones, en el cine nunca llegó a encontrar su lugar, aún sin dejar de trabajar hasta casi el día de su muerte, en el año 2000. Poco antes ayudó, junto con Ann Reinking a poner en marcha el musical Fosse, un homenaje de lujo a la carrera del mentor y compañero sentimental de ambas, en el que se podían reconocer cada uno de los pasos que dieron e inventaron juntos a través de los años.
Un bailarín inventa un personaje con el cuerpo, y esta bailarina -que fue mucho más que eso- inspiró e inventó un estilo, una forma de entender la interpretación usando hasta el último elemento de su espléndida anatomía. La alegría, el dolor, el deseo, la sensualidad, la inocencia y la maldad van de su mano cuando pisa el escenario.
Unos zapatos gastados, un bombín negro, una silla en una esquina, unos guantes blancos, una caída de párpados, un dedo meñique y una pelvis con vida propia.
I wanna be a dancing man!