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jueves, 30 de octubre de 2014

Another opening, another show! (Una historia de Broadway 10)



My fair Broadway!


En plena década de los 50 todo llegó a su culmen. Aquellos años de resentimiento de entre guerra y guerra, las crisis bursátiles superadas y alejados -aunque no olvidados- los fantasmas del exterminio judío -no olvidemos que la mayor parte de los actores, compositores o directores habían sufrido directa o indirectamente esta tragedia-, el mundo del espectáculo gozaba de una excelente salud y una envidiable energía. Sacudiendo los viejos traumas a ritmo de claqué, aunque las procesiones deambularan por dentro, la imagen de Broadway ya estaba forjada en oro macizo.
La variedad en las opciones fue la clave del éxito de esta fórmula, y ahora más que nunca empezarían a solaparse productos frívolos y desenfadados con obras más profundas y sesudas. The pajama game y The threepenny opera se estrenaban con solo unos meses de diferencia y ambas con tremendo éxito. Obras "para todos los públicos", y nunca mejor dicho.
Peter Pan, House of flowers, The boy friend, Kismet, Silk stockings... La oferta de esta primera mitad de la década se presentaba rica y colorida, y la audiencia (a no más de veinte dólares la butaca) se rendía de modo incondicional a las diferentes propuestas.
Uno de los éxitos indiscutibles de este momento fue un original show basado libremente en el mito de Fausto titulado Damn Yankees (Malditos Yanquees) y que apostaba por una combinación irresistible para el público americano, el béisbol y el musical. Un nuevo productor, Harold Prince, se rodeó de un nuevo coreógrafo, Bob Fosse y de una joven pero ya curtida actriz y bailarina llamada Gwen Verdon.
Asistimos a uno de los grandes hitos del género y la alineación de varios astros sin los cuales el mundo del espectáculo nunca habría llegado a ser lo que fue.
Ese mismo año, 1955, y muy cerca del teatro donde se estrenaba con gran éxito la función de la diablesa y el bateador, se empezaba a ensayar el que sería el mayor musical de su tiempo y una obra cumbre del teatro y del cine universal, My fair lady.
Desde 1942, cuando comenzaba la colaboración entre el letrista Alan Jay Lerner y el músico austriaco Frederick Loewe, este último ya había anunciado que algún día escribiría "el mejor musical de la historia". Y trece años después lo logró. Más de una década les llevó construir el guión -basado libremente en la obra Pygmalion de Bernard Shaw-, componer las canciones y diseñar la que fue la producción más cara hasta entonces. Aparte de elegir escrupulosamente el reparto, uno de los más acertados hasta la fecha, por cierto.
A pesar de las reticencias que Rex Harrison mostró a cantar -en realidad más que cantar recitaba, ¡pero cómo recitaba!-, a pesar de que la elegida para el papel de Eliza Doolittle aún tenía poca experiencia sobre las tablas y a pesar de la diferencia de edad entre los protagonistas, el público cayó rendido ante esta atípica historia de amor. Una historia de amor que, por cierto, no figuraba así en el texto original, pero claro, el ingrediente que faltaba a esa maravillosa fábula era un final tan potente como el que Jay Lerner ideó: Eliza, ¿dónde demonios están mis zapatillas?   
La vida de la novata que hizo de Eliza -solo había actuado antes en The Boy Friend- cambió por completo la noche del estreno, para ser más exactos justo al terminar de cantar ese I could have danced all night que puso de pie al respetable y sacó del teatro a algunos críticos que corrieron a escribir sobre ella. Sobre Julie Andrews, la última estrella del musical que acababa de nacer en ese preciso -y precioso- instante.
Y es que además de una irresistible pareja de actores, My fair lady lo tenía todo. Un relato divertido y romántico, un vestuario espectacular (obra de Cecil Beaton), unos decorados de ensueño y sobre todo una partitura inolvidable. Ya lo vaticinó su autor, el mejor musical hasta la fecha. Seis años de permanencia en cartelera y todos los premios habidos y por haber refrendaron la historia de la pobre florista que se convierte en bella dama, ¿hay algo que le pueda llegar más al público estadounidense? Por muy "british" que fuera el ambiente de la obra, estaba claro que trataba sobre el eterno sueño americano, y eso siempre se premia.
En pleno bombazo de este musical, una ya veterana Mary Martin (la actriz en la que primero se pensó para el papel de Eliza, por cierto) pidió a sus amigos Richard Rodgers y Oscar Hammerstein que escribieran un par de canciones para una función que estaban montando sobre la heroína austriaca Maria von Trapp. Se trataba de una obra de teatro no musical en la que se iban a incorporar algunos temas originales de la famosa familia de cantarines, y querían introducir también alguna composición original. Pero cuando los autores vieron lo que tenían entre manos descubrieron el filón para un nuevo show que olía a éxito por todas partes, The Sound of Music.
Corría 1957 cuando se puso en marcha el proyecto que fue estrenado en Broadway dos años más tarde. En aquellos momentos uno de sus creadores, Oscar Hammerstein, se encontraba gravemente enfermo y a duras penas pudo finalizar las letras de una de sus piezas más importantes. Durante las sesiones previas al estreno decidieron incorporar un nuevo tema al score, Edelweiss, con la intención de hacer algo más lucido el personaje del patriarca de la familia. Y esa fue la última canción que escribieron tras diecisiete años de trabajo mano a mano, una canción que habla de cómo nada muere, como todo renace igual que aquellas flores de la montaña. Y nada más acertado, porque si hay melodías que jamás podrán morir son las que crearon juntos estos dos genios del teatro musical.
Cuando finalmente falleció en 1960, The Sound of Music se convertía en un éxito con muy pocos precedentes, a pesar de que la crítica lo había tildado de excesivamente dulzón y sensiblero.  Aquel 23 de agosto las marquesinas de los teatros de Londres bajaron su intensidad durante un rato, pero las de Nueva York se apagaron por completo y dejaron en total oscuridad algunos de los luminosos que ellos mismos habían encendido años atrás. The King and I, Oklahoma, South Pacific, Carousel... Todos a oscuras, todos de luto por el hombre que inventó las más hermosas palabras jamás cantadas.
Hammerstein se fue con una década única en la historia de Broadway, una etapa que jamás se volvería a repetir. Llegarían otros tiempos de gloria, sin duda, pero las nuevas flores de la montaña ya no serían iguales a las de antes.    









 

jueves, 16 de octubre de 2014

Who is who in the cast?




Quiet please, there´s a lady on stage!

Un piano, un cañón de luz, el público apiñado en un oscuro local sin saber muy bien qué va a pasar sobre ese pequeño escenario. Un retraso de unos doce minutos -sale o no sale?- la expectación llega a su culmen cuando por fin de adivina su desgarbada figura desde la penumbra. Una blusa blanca por toda indumentaria, unas medias negras cubren sus interminables piernas de avestruz, una mujer aterrada que no es consciente de su ilimitado poder hasta que suena la primera ovación, y eso aún le da más miedo. La gente enloquece solo con verla y aún no ha hecho nada.
Silencio! Hay una dama en escena!
Good times and bum times, I´ve seen them all and, my dear, I´m still here...  

El pasado 17 de julio aparecía la noticia en las páginas de cultura de los periódicos a los dos lados del Atlántico. Elaine Stritch, actriz y cantante muere a los 89 años en su hogar de Michigan. Falso. Su verdadero hogar fueron dos: cualquier escenario de entre las calles 14 y 57 de Nueva York y el Hotel Carlisle, donde ocupó una lujosa suite años antes de que decidiera despedirse de la gran ciudad para retirarse a morir entre los suyos.
Call me madam (donde sustituía a Ethel Merman), Anything goes, Pal Joey, On your toes, Bus Stop, Sail away, Who´s afraid of Virginia Wolf, The King and I , The grass harp, Wonderful town, Private lives, Mame, Company, Tell me on a sunday, Follies, Show Boat, A delicate balance, A little night music...  Los personajes que esta reina del teatro interpretó en su enorme carrera se agolparon en su cabeza los últimos años de su vida para robarle la poca memoria que le quedaba. Obras de texto, piezas musicales, shows, cabaret, televisión, películas (con Woody Alen hizo dos, September y Granujas de medio pelo), personajes cómicos, dramáticos, trágicos, grotescos o excéntricos -como ella misma- pero siempre sofisticados, como manda "la marca Stritch".
Dese 1944, cuando realizó su debut en los escenarios, hasta hace un par de años, con 87 cumplidos, aún se mantenía firme sobre las tablas, aún dando guerra. Aunque ya casi no podía acabar ningún tema sin olvidar parte de la letra, todavía merecía la pena verla actuar, porque ella jamás cantaba -y su voz de tonelero lo acredita- sino que interpretaba cada canción como si de una obra teatral se tratara. De principio a fin, con su introducción, su desarrollo y su momento de clímax. Con toda la comicidad o la furia que su personaje pidiera. ¿Qué más da como fuera su voz? Lo importante iba mucho más allá de eso.
Elaine Stritch perdió la memoria de tanta memoria acumulada como tenía. Aunque ella misma decía que lo difícil no era recordar las letras teniendo constantes subidas de azúcar -sufría diabetes desde hacía décadas- en realidad lo difícil era recordar las jodidas letras de Sondheim!
En 2001 y hasta finales de 2002 desarrolló su más célebre espectáculo de cabaret "Elaine Stritch at Liberty", por el que consiguió el único premio Tony de su carrera -había sido nominada cuatro veces antes pero nunca ganó- y el que le reportó algunas de las mejores críticas de su vida. En este one-woman-show la actriz se desnudaba frente al público -casi literalmente, a juzgar por su escueto vestuario- repasando su carrera, hablando sobre sus partenaires en la escena y en la vida real, un poco sobre su éxito, un mucho sobre sus fracasos, su soledad, sus problemas con el alcohol... Entre canción y canción, entre monólogo y monólogo, entre risa y risa dejaba caer algunas historias y episodios de su vida que te podían congelar la sangre. Pero siempre sin perder el humor, desde su cachonda, irreverente, políticamente incorrecta visión de las cosas. Riéndose hasta de su propia sombra.
Tuve la inmensa suerte de verla hace bastantes años en la última reposición de Show Boat, en el Gershwin theatre mucho antes de ser tomado por las brujas verdiblancas de Wicked. Hacía un personaje secundario, la vieja Parthy Ann, con importancia en la trama pero con solo una canción. Bueno, en realidad en la función original ese personaje no canta, pero Harold Prince reinventó el tema que antes hacía el dúo protagonista y lo adaptó a la voz de Stritch porque no podía permitir que la diva reapareciera en un musical de Broadway sin una mísera canción. Así que decidió colocarla en el centro del inmenso escenario vacío, casi al final de la función, susurrando aquel tema de amor ahora convertido en nana titulado "Why do I love you". Qué pregunta ¿no?
Yo entonces no sabía quién era. Ni idea, pero recuerdo como si lo estuviera viendo ahora mismo que cuando comenzó a cantar con aquella voz temblorosa, con la mirada perdida por los rincones de su eterno pasado -como si en realidad no estuviera allí-, un silencio absoluto se hizo en ese teatro de casi dos mil butacas y el tiempo se detuvo durante algo menos de tres minutos. Tres minutos que me bastaron para entender que tenía delante a una auténtica dama de la escena.
El año pasado salió su última película, editada solo unos meses antes de su muerte, "Shoot me" (Dispárame). Se trata de un documental sobre su vida, bueno, en realidad su vida solo aparece como estrella invitada, en forma de recuerdos e imágenes que visitan casi por sorpresa la mente de una vieja y cansada actriz. Es más un estudio de sus miedos y tribulaciones durante la preparación de los últimos conciertos que dio, las últimas entrevistas y la grabación de los episodios de la serie en la que hacía de la excéntrica madre de Alec Baldwin, 30 Rock.
Deambulando por la calle envuelta en visón del caro rebajado con estrambóticas gafas de pasta y desenfadados sombreros, parece como si hiciera una constante parodia de las señoronas de Park Avenue (The ladies who lunch...). Aún metida en la cama de su suite en el Carlisle -hoy no me quiero levantar-, midiéndose el nivel de azúcar y maldiciendo su suerte, o riéndose de todas las gilipolleces del mundo del espectáculo (lo siento, aquí tengo que ser tan deslenguado como ella, aunque es difícil), y repitiendo una y otra vez los endiablados temas de Sondheim que desgranaba uno a uno en su último show. Así se deja ver, en todo su esplendor y toda su miseria. Repasando su pasado, mirando viejas fotos que casi no dejan espacio libre en la pared, y sin dejar de preguntarse por qué demonios no hace las maletas y se va por fin a descansar a la otra punta del mundo.
Sus miedos, sus debilidades, sus vicios superados y por superar, su zumo de naranja para controlar sus crisis diabéticas mientras no deja de echar de menos un buen vaso de bourbon y un cigarrillo, como en los buenos tiempos. Una añoranza sin límites, un esposo al que adoraba que la dejó demasiado pronto, fotos y más fotos desperdigadas por la habitación. Aquí con Kennedy, aquí con Ben Gazzara...
Pero Elaine no está sola, la acompaña su abnegado pianista, el hombre que de vez en cuando le sopla las letras que ella olvida para que no se venga abajo, para que siga el hilo de una canción que ya dura casi noventa años. Una canción compuesta por Jerome Kern, Gershwin, Porter, Noel Coward y sobre todo por quien escribió sus mejores temas para ella aún sin conocerla, Stephen Sondheim. Qué difícil recordar sus jodidas letras por dios!!

¿Cómo seguía? Ah sí, Everybody rise! Rise! Rise! Rise! Rise! Rise! 



                     






jueves, 2 de octubre de 2014

Backstage

 

Another op´nin... 

 Four weeks you rehearse and rehearse, three weeks and it couldn´t be worse. One week, will it ever be right? Then out o´the hat, it´s that big first night!

Los últimos ensayos, las pruebas de vestuario, el repaso al libreto, la puesta a punto técnica, los nervios, la inseguridad, los cambios de última hora, el aburrimiento de haber repetido hasta la extenuación frases, bailes y canciones que pierden el sentido y la gracia de tanto pasarlas.
Eso es el "backstage", lo que el público no ve (bueno, vosotros público afortunado de Stage Door sí), lo que se fragua semanas, meses antes del estreno, todo lo que esconde la gruesa cortina de terciopelo rojo. Los preestrenos en Boston, Filadelfia o Washington antes del esperado debut en Broadway, y luego una vez en la gran ciudad las "previews", quince o veinte funciones antes de la definitiva, del temido y ansiado "openin´night".
Pulir, perfeccionar, afianzar; que no hay que ser buenos, ni buenísimos, solo los mejores o nada. La de veces que el show en cuestión ha tenido una forma, unos diálogos y unas canciones determinadas que se han reestructurado, cambiado o eliminado sin piedad días, incluso horas antes del estreno definitivo. Una locura.  Pero that´s showbiz folks, nos guste o no. Un cuadro que nunca acaba de pintarse, al que nunca parece llegar la hora de la firma y el enmarcado.
Justamente en ese punto se encuentra estos días el último gran estreno de Broadway, On the town (Un día en Nueva York) que vuelve a la cartelera 70 años después de su estreno. Aunque se han producido un par de revivals (en 1971 y 1998), ninguno puede considerarse un éxito, lo cual añade aún más tensión y riesgo a la versión -y a la inversión- que ahora proponen su director, John Rando y su coreógrafo, Joshua Bergasse. Ambos parecen querer desempolvar el texto y los movimientos del original pero desde el absoluto respeto a una pieza clave en el teatro musical americano. Lo que Betty Comden y Adoph Green escribieron y lo que Leonard Bernstein compuso allá por 1944 debe ser restaurado con el mismo cuidado que un fresco de Miguel Ángel, y a la vez ser capaz de enganchar a un público totalmente distinto.
De aquella generación ya casi no queda nadie, y los pocos que hay acuden a las matinés con andadores y cuidador. Así que el reto consiste en llevar al Lyric Theatre a una audiencia de entre 14 y 90 años y que les fascine a todos por igual. ¡Cualquier cosa!
Berguesse lo ha tenido claro, adaptar y ampliar las coreografías originales pero conservando el espíritu de su creador, Jerome Robbins. No olvidemos que la inspiración de este musical surgió de un ballet ideado por éste, Fancy Free, en el que tres marineros de permiso recorren como locos la ciudad de sus sueños. De sus saltos y piruetas nació la idea de uno de los shows más célebres de la historia, especialmente cuando Gene Kelly y Stanley Donen lo convirtieron en película en 1949.
Frank Sinatra, Jules Munshin y el propio Kelly la protagonizaron junto a Vera Ellen, Ann Miller y Betty Garrett, en una más que exitosa adapatación que solo respetó tres canciones del original de Bernstein. Sí, lo creamos o no el autor de Candide o West Side Story también fue víctima de las presiones de los estudios, que consideraron su partitura demasiado teatral, demasiado compleja para una película de esa envergadura.
Estamos de enhorabuena porque hoy las podremos disfrutar todas (Carried away, Ya got me, Some other time...) y con magníficas orquestaciones puestas al día. Tony Jazbeck (Gypsy, A Chorus Line), Clyde Alves (Anything Goes, Bullets over Broadway) y Jay Armstrong Johnson (Catch me if you can, Hair) serán esta vez los tres marineros de pueblo perdidos en la gran ciudad deseosos de apurar hasta el último segundo del día, un día que, no lo olvidemos, podría ser el último de sus vidas. Porque aunque estemos haciendo comedia, el origen de esta alocada trama estriba precisamente en su última balada, que viene a ser una despedida antes de volver al frente, un "hasta siempre" o tal vez un simple "hasta la vista".
Aquí los vemos sin vestuario -no os asustéis, sin vestuario escénico se entiende- sin luces ni decorados. Solos en medio del local donde este verano ensayaban los números ya montados pero justo antes de mudarse al teatro donde vivirán los próximos meses, un par de semanas antes de las previas. Y ahí, sin maquillaje, sin caracterización ni efectos de ningún tipo es donde de verdad podemos apreciar la profesionalidad de esta generación de jóvenes actores que llevan toda la vida preparándose para este preciso momento.
Cruzamos los dedos, les deseamos suerte, o mejor no, que se rompan una pierna (que queda más fino que lo que decimos por aquí) y esperamos por su bien y por el nuestro que este show sea un éxito, como lo fue allá por el 44 y que dure mucho tiempo en cartel para que alguna vez podamos pasar todos ese Día en Nueva York.

The overture is about to start, you cross you fingers and hold your heart. It´s curtain time and away we go! Ahother op´nin´, just another op´nin´ of another show!