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jueves, 21 de enero de 2016

Another opening, another show! (Una historia de Broadway 12)



El día que nací yo

Where was I? A ver, que ya hace bastante que dimos la última clase de historia... Ah sí, nos quedamos con los pandilleros Jets y Sharks peleando al ritmo de Bernstein en el hito inigualable que es West Side Story, a finales de los años cincuenta. No imagino mejor cierre de una década absolutamente prodigiosa para el mundo del teatro musical. 

Bueno, sí que lo imagino, en 1959 se estrenaron Gypsy y The Sound of Music. A eso le llamo yo estar en racha ¿no crees? En noviembre se alzó el telón ante la obra que encumbró a Jule Styne y Ethel Merman sobre las memorias de la streaper Gypsy Rose Lee, con Arthur Laurents, Jerome Robbins y Stephen Sondheim recién salidos del huracán que supuso WSS. Para muchos el musical perfecto, la overtura perfecta, la historia perfecta y tal vez el mejor papel femenino en la historia del género. 

¿Y qué decir de la última gran colaboración de Rodgers y Hammerstein sobre las aventuras de la austriaca familia de cantarines Von Trapp? The Sound of Music fue el broche de oro que cerraba una era protagonizada por sus creadores en la que el musical se solidificó tomando la estructura definitiva que hizo grande a este género. ¿Y ahora qué?

Pues ahora llegó 1960 y el 3 de diciembre el Majestic Theatre abrió sus puertas a un acontecimiento largamente esperado en la ciudad, el estreno del primer musical escrito por Lerner & Loewe tras el tremendo éxito de My fair Lady, nos referimos a la epopeya del rey Arturo y sus caballeros -y su señora- titulada Camelot. Richard Burton y Julie Andrews -que repetía con los padrinos de su brillante lanzamiento- protagonizaban un show que, contra todo pronóstico, quedó a la altura de la versión musical de Pygmalion y ayudado por el entusiasmo expresado por el mismísimo presidente Kennedy, se convirtió pronto en un tesoro nacional. Tres años antes de que una bala atravesara su corazón, cuentan que soñó con un país en el que todos pudieran sentarse a conversar en torno a una gigantesca mesa redonda para construir juntos un futuro mejor, todo ello acompañado por las sublimes melodías de Frederick Loewe. Y es que al acabar de ver Camelot te entran ganas de cambiar el mundo.

Los años sesenta fueron una fuente inagotable y diversa para el musical en la que hubo de todo. Junto con productos anclados a la tradición más grandilocuente como el antes citado, llegaron otros soplando un viento fresco que afectó a los temas y también a los ritmos. Bye Bye Birdie (uno de los primeros musicales en incorporar Rock & Roll a su partitura) o How to succeed in business without really trying son buenos ejemplos de ello. El primero estaba inspirado en el fenómeno de las fans enloquecidas de Elvis Presley, concretamente en el capítulo en el que éste se alistaba en el ejército dejando huérfanas a todas las púberes americanas. Romanticismo, optimismo desbocado (a lo que ayudaba el excelente trabajo del compositor Charles Strouse) y patriotismo al mismo tiempo, o sea, la fórmula perfecta para convertirse en uno de los fenómenos musicales de la década. 
El segundo quería ser una sátira sobre la supervivencia en las grandes corporaciones neoyorkinas en las que los ejecutivos trataban de escalar puestos y las secretarias de quitarse a los ejecutivos de encima, vamos, todo muy Mad Men, pero con música y baile, y nada menos que la música de Frank Loesser (Guys and Dolls) y los bailes de Bob Fosse. Un auténtico bombazo que ya se ha repuesto varias veces en Broadway repitiendo el éxito de su estreno. 

En 1962 un joven Stephen Sondheim logra presentar su primera obra con autoría completa, letra y música (hasta ahora solo intervino escribiendo los versos de grandes shows como West Side Story o Gypsy) con A funny thing happened on the way to the forum, el desenfrenado y canalla peplum inspirado muy lejanamente en los textos de Plauto. Ese mismo año Cy Coleman estrena Little me, una divertida comedia basada en las memorias de la arribista Belle Poitrine, y muy poco después llegó desde Londres un monumental show que marcó otro hito definitivo, Oliver! la soberbia adaptación de la novela de Dickens con música de Lionel Bart. 

Si seguimos no acabamos. A la vista está que los años sesenta despegaban con una suculenta variedad de historias y estilos, algo que se convirtió en la clave del éxito de Broadway en estos momentos, espectáculo para todos, absolutamente todos los públicos. 

Y entonces llegó un año especialmente fértil para el género, mi año favorito. En 1964 -el del nacimiento del que escribe, aunque para nada lo aparente- vieron la luz tres de las piezas más queridas del mundo del espectáculo en todos los tiempos. Enero, marzo y septiembre. Una dama retirada de la circulación por culpa del luto baja las escaleras del local más lujoso de la ciudad ante la expectación de un regimiento de acrobáticos camareros. Una chica feúcha e insignificante grita a los cuatro vientos que es "la estrella más grande de todas" y que por mucho que lo pronostiquen "no
lloverá el día de su desfile". Un pobre lechero ruso sueña con ser rico, con encontrar buenos partidos para sus cinco hijas casaderas, con no partirse la crisma haciendo equilibrios sobre el puntiagudo tejado de la tradición hebrea desmoronándose ante la llegada de los nuevos tiempos. 

La tradición, eso que atormentaba al pobre Tevye, empezaba a cambiar para siempre en el Broadway de los años sesenta. Las estructuras más clásicas, los intérpretes, las melodías y sobre todo los ritmos estaban mutando aunque, eso sí, sin perder el espíritu que llevó al teatro musical a las altísimas cotas de popularidad que aún disfrutaría durante mucho, mucho tiempo. 

Hello Dolly!, la obra que consagró para siempre a su autor y a su diva, Jerry Herman y Carol Channing.  Funny Girl, la catapulta que lanzó a la estrella más grande de todas, Barbra Streisand gracias al genial trabajo de su autor, Jule Styne, en racha total desde el éxito de Gypsy. Y Fiddler on the roof, la obra maestra de Jerry Bock y la confirmación de un monstruo (en sentido real y figurado) como Zero Mostel. 

El preciso día de mi nacimiento, a miles de kilómetros de mi casa pero lo suficientemente cerca como para poder oírlo, me llegaban ecos lejanos pero cruciales para mí. Llegaba el estruendo de los aplausos en el St. James Theatre al final de ese showstopper que es Before the parade passes by, sonaban los gritos del público enfervorecido ante la furiosa apoteosis del Don´t rain on my parade, y la standing ovation tras la endemoniada acrobacia de ese tema exultante que es To life! cuando el violinista aún estaba en las funciones previas a su estreno. 

¿Cómo no voy a ser como soy? Si llegué al mundo ya con ganas de ponerme en la cola del TKTS.