Rogers and Hammerstein´s Cinderella
¿Una calabaza convertida en carruaje? ¿Unos ratones vestidos de pajes? ¿Unos harapos transformados en un modelazo de fiesta? ¿Una fregona hecha princesa? Imposible.
Eso mismo habría pensado Charles Perrault si alguien le hubiera dicho que aquel cuentecillo popular sería algún día el más popular de todos los cuentos. La fantasía definitiva de todas las niñas -no importa raza o nacionalidad- y una de las narraciones más versionadas y adaptadas de todos los tiempos. Teatro, ballet, novela, cine, televisión... Dejando aparte la peligrosa inclinación del ser humano por el transformismo, parece que desde siempre nos gustó soñar con imposibles.
Perrault también quiso soñar. Harto de la vida de un funcionario de Luis XIV de Francia, de la rutina cotidiana de un burócrata de Colbert, este bibliotecario de la Real Academia tenía una doble vida. O una imaginaria, mejor dicho, a la que escapaba a la mínima ocasión que sus obligaciones de burgués prerrevolucionario y devoto padre de familia de dejaban. Harto de tratar sobre pleitos, donaciones y prebendas, un buen día empezó a escribir sobre hadas y princesas encantadas. A recoger historietas de tradición oral -como poco antes había hecho Gianbattista Basile en Italia- y a darles nueva forma entre las páginas de los libros. Cuando aún no había muchos...
Con el título de Les Contes de ma mère l´Oye (Cuentos de Mamá Ganso) apareció por primera vez en 1697 esta recopilación de ocho relatos de fantasía que incluían clásicos como Pulgarcito, La Bella Durmiente, Barba Azul o Caperucita Roja, muchos de los cuales fueron readaptados por los hermanos Jacob y Wilhelm Grimm poco más de cien años después, dándoles la difusión definitiva y convirtiéndolos en pieza esencial del imaginario colectivo hasta nuestros días. Bueno, también habría que hacer responsable de ello a un norteamericano de Chicago llamado Walter Ellias, Walt Disney para los amigos.
Cuando en 1950 se estrenó la película de la factoría Disney, el viejo relato -tan viejo como la propia literatura, como el cuento egipcio de la princesa Ródope, como las historias de Heródoto o como Ye-Xian, la china de pies diminutos- por fin recobró juventud, color y fama, mucha fama. Avalada por éxitos incontestables como Blancanieves, Fantasía, Pinocho, Dumbo o Bambi, La Cenicienta era el siguiente gran paso del famoso productor, tal vez la obra definitiva que lo consagró como el Rey Midas de la animación. Dulcificando aquí y suavizando allá, esta Cinderella de colorines con su corte de simpáticos ratones y pajaritos cantores, nos guste o no, se convitrtió en la heroína definitiva. Ninguna de cuantas la han personificado en la pantalla grande o pequeña (ni Drew Barrymore, ni Amy Adams, ni Julia Roberts, ni Hillary Duff etc.) han conseguido jamás borrar de nuestra mente esa muchacha de cabellos amarillo oro vestida de azul cielo -azul princesa desde entonces- dando vueltas a golpe de vals en el salón imposible de un palacio imposible.
Y entonces llegaron Richard Rodgers y Oscar Hammerstein II. Desde que Rossini y Prokofiev pusieran música al cuento de hadas un siglo atrás -en ópera y balet respectivamente- nadie se había atrevido a hacer cantar y bailar a esta ilustre fregona. Pero ¿quién mejor que este tándem de genios que ya habían triunfado con Oklahoma, Carousel, South Pacific o The king and I? De hecho cuando los autores emprendieron la aparentemente fácil tarea aún se estaban levantando de sus dos fracasos más sonados, Me and Juliet y Pipe Dream, dos joyas casi desconocidas, por cierto. El proyecto para la televisión partió de la CBS, que se llevó a los autores al huerto al asegurarles que los zapatos de cristal tendrían el número de una recién llegada a Broadway, una chica de Surrey que acababa de triunfar en el musical de los musicales, My fair lady. Julie Andrews aún seguía representando cada noche a Eliza Doolittle en el Mark Hellinger de Nueva York. Así que no debió resultarle tan complicado pasar de una harapienta a otra, de una princesa fingida a una princesa de cuento. Y esa fue la clave del tremendo éxito de esta producción. Más de cien millones de espectadores -un auténtico hito en la historia de la televisión- disfrutaron de la maravillosa partitura cantada por la perfecta Cenicienta acompañada de un buen grupo de actores principalmente del teatro musical.
En 1965 la misma cadena decidió hacer otra versión de la obra esta vez con Lesley Ann Warren (casualidades del destino, la que mucho después fuera rival de Andrews en Victor o Victoria), Celeste Holm, Walter Pidgeon y Ginger Rogers, estos últimos haciendo de sus futuros suegros, los papás del príncipe azul, que hacía Stuart Damon. Y una vez más, en 1997 y realizada por Disney, la pobre huérfana volvió a fregar los suelos, esta vez de una madrastra llamada Bernadette Peters. Esta versión contaba con varios actores afroamericanos entre los que se encontraban Woopi Goldberg, Whitney Houston (que también la producía) y la cantante pop Brandy, una insólita Cenicienta color ceniza. También estaban dos imprescindibles en este tipo de adaptaciones, Victor Garber y Jason Alexander. ¿Que no la has visto? ¿Y a qué esperas?
El pasado 3 de marzo levantó el telón el Broadway Theatre para estrenar un nuevo musical. ¿Nuevo? Bueno, sí en cuanto al formato, porque nunca antes se había montado en un escenario, y desde luego nunca antes en Broadway. Además el director Mark Brokaw y el libretista Douglas Carter Beane han refrescado el clásico cuento y le han añadido otras canciones del desván de R y H. Laura Osnes y Santino Fontana, los protagonistas, y una espléndida Victoria Clark es la responsable de transformar la miseria que rodea a la chica en lujo del caro carísimo. El sueño de toda adolescente que se precie, vamos.
Igual que a Jane Eyre, igual que a María Von Trapp, igual que a Rebecca o a Eliza Doolittle, a Ella -que es como se llama aquí la muchacha del incómodo zapatito- el amor le llega finalmente, y además con muchos muchos panes debajo del brazo, que quieras que no algo ayuda. Pero no nos pongamos materialistas. Mejor pongámonos cómodos, busquemos ese pequeño rincón privado en el que nos escondemos a soñar nuestros sueños inconfesables, el lugar en el que los finales son siempre felices y en el que nada, absolutamente nada resulta imposible.