Shall we dance? (Broadway, 1950)
Érase una vez una ciudad pintada de colores. Una multitud que cruza la calle, semáforos que cambian de rojo a verde. La puerta de un cine, un fotógrafo callejero persiguiendo chicas, un ciego mendigando para apostar a las carreras, púgiles entrenando, coristas en busca de trabajo, corredores de apuestas, estafadores, carteristas de la vieja escuela detrás de turistas despistados, damas del Ejército de Salvación a punto de condenarse, jugadores, bebedores, gangsters de poca monta... la fauna y flora de Times Square a principios de los 50. La inmensidad de aquel viejo Nueva York embutida en los treinta metros cuadrados de un escenario, el de Guys and Dolls.
Así lo vieron Damon Runyon y Frank Loesser, autor el primero del relato original y el segundo de las canciones del clásico que inauguró esta década prodigiosa, una década en la que se estrenaron piezas únicas y definitivas en el tótem de Broadway. Desde Damn Yankees a West Side Story, desde The Pajama Game a Gypsy.
La grandeza de esta fábula contemporánea reside, además de en su indiscutible calidad, en el hecho de burlarse abiertamente de la moralidad y los prejuicios religiosos del puritanismo, y hacerlo además con todo el descaro y la gracia elevando a un grupo de crápulas a la categoría de héroes de la calle, ratas de callejón convertidos en la nueva "aristocracia americana". Desde la forma en que vestían hasta su manera de hablar -nunca unas canciones habían reflejado tan bien el argot callejero-, esta panda de golfantes se atrevió a poner un espejo frente a la sociedad del momento y decirles: "nos guste o no, también somos esto".
En plena Guerra Fría la imagen que los Estados Unidos proyectaba en el mundo era la del héroe que pone fin a la pesadilla de la guerra y rescata al viejo continente de la miseria y la depresión posbélica. Altos, sanos, fuertes, optimistas. Y siempre justos. Tan real como el libreto de un musical, el mundo del espectáculo -sobre todo el cine- dibujando una idea que aún lucha por pervivir en el imaginario colectivo.
A esta idea también contribuyó el siguiente proyecto de los afamados Rodgers & Hammerstein, The King and I (1951). Aunque en este caso se trate de los ingleses tratando de refinar al salvaje oriente, de nuevo el paternalismo occidental cargado de valores y de buenas intenciones se cuela en el argumento de un show.
Las memorias de Anna Leonowens, institutriz de los hijos del rey Mogkut, fueron la inspiración de la novela de Margaret Landon (Anna y el Rey de Siam, 1944) que a su vez enamoró a la gran Gertude Lawrence e hizo saltar la chispa que puso en marcha uno de los grandes musicales de siempre.
Con una partitura a la altura de las mejores piezas de sus autores (con temas del calibre de Something wonderful, Hello young lovers, I have dreamed...) y una historia aderezada con exotismo, romanticismo, humor y drama en precisas dosis, el St. James Theatre alzó su telón a un nuevo hito a comienzos de la década. Un actor medio novato de también exótico nombre, Yul Brynner, asumió con gran éxito el papel del rey siamés que se le quedó pegado a la piel para el resto de su carrera. Pero la alegría del triunfo, de la extraordinaria acogida del público, de los premios etc. se vio pronto ensombrecida por la repentina muerte de la actriz. Gertrude Lawrence estrenó su personaje fetiche ignorando la grave enfermedad que la acechaba y que incluso le hacía difícil soportar los pesados trajes que sacaba en la obra. Al poco tiempo de dejar la función, un año después de su estreno y de ganar el Tony a la mejor actriz, dejaba este mundo una de las mayores glorias del teatro británico y americano, cuando solo tenía cincuenta años y la mitad de su carrera por delante.
Pero el show debía continuar, y lo hizo hasta cumplir las 1.246 representaciones amén de las innumerables reposiciones que le sucedieron y de la exitosa versión cinematográfica encabezada por Brynner y Deborah Kerr que pronto se convirtió en otro clásico del cine universal.
Si el cine impulsó la proyección internacional de los musicales entre los años treinta y los cuarenta, la televisión sería el foco por el que entrarían en los hogares de ambos lados del Atlántico a partir de estos momentos. Las grandes empresas patrocinadoras pusieron de moda los shows de variedades que llevarían lo mejor del showbusiness allá donde no existiera un teatro. De todos ellos, el más popular fue sin duda el del incomparable Ed Sullivan.
Entre 1948 y 1971 este programa se encargo de reunir a las familias frente al televisor en cada una de sus emisiones y supuso, además de una más que rentable forma de entretenimiento, un escaparate en el que se presentaba cada semana lo mejor del mundo del espectáculo. No ha habido mejor plataforma de promoción de los musicales de Broadway que la que incluía habitualmente este espacio televisivo, lo que refleja a la perfección el musical Bye Bye Birdie, en el que incluso hay una canción que lleva su nombre. The Ed Sullivan Show podía convertir un posible fracaso en un rotundo éxito, y así lo hizo en múltiples ocasiones. Uno de los programas de más audiencia fue el dedicado a Rodgers & Hammerstein en 1951, precisamente cuando se estrenaba The King and I. Patrocinado por General Foods -en un tiempo en el que un spot publicitario podía monopolizar las pocas cadenas existentes- dicha entrega batió records y ayudó a afianzar aún más el reinado de los amos de Broadway así como la popularidad de los protagonistas de su última creación que también participaban en dicho homenaje. Asimismo logró que al día siguiente media América se levantara tarareando el tema más pegadizo del show, una de esas canciones que se graban a fuego en la memoria y nos incitan a bailar toda la noche. I could have danced all night... No, esa es otra que nos reservamos para la próxima entrega de este manual de historia. A la que nos referimos es a una que nos pone a trotar por un enorme salón de baile vacío en el que una institutriz vestida con miriñaque enseña a bailar la polca a un rey déspota y dictador del que está terriblemente enamorada. Shall we dance?
Continuará