Cosas que perdimos
No dejo de recordar la melodía desde que la escuché por primera vez. Entra y sale de mi cabeza a cada rato, sobre todo cuando me despierto, justo antes de levantarme.
Es curioso cómo la música, incluso sin conocer la letra que la acompaña, nos puede decir tantas cosas. Me acabo de poner a escribir a ver si entiendo el por qué, ahora que aún no ha salido el sol, cuando todavía suenan los acordes en mi imaginación, que luego me meto en faena y se pierde con el ruido de la calle.
The place where lost things go. ¿Todavía no has visto El regreso de Mary Poppins?
Yo fui el mismo día de su estreno, el 21 de diciembre, ya lo sé, es que no podía esperar. Alguno que lea esto sabrá algo sobre esa fecha, vamos a pensar que son casualidades de la vida. Se pueden decir mil cosas sobre esta nueva revisión del célebre personaje de P.L. Travers, de hecho se están diciendo, aunque la mayoría bastante buenas.
El reto no era fácil, traer de vuelta a la señora del paraguas y ponerla enfrente de un batallón de nostálgicos con escopeta y lupa cargadas no vaya a ser que dejen en mal lugar a la niñera que regó nuestros sueños allá por los primeros setenta. Pero yo fui sin mi lupa, y me senté en la butaca una tarde que necesitaba que me ayudaran a volar una cometa medio desbaratada.
Igual es que me cogería bajo de defensas, no te digo que no, pero desde el sencillo prólogo en el que ese farolero (perfecto alter ego de aquel querido deshollinador) pasea en bici las calles de Londres alabando su cielo -y sus tejados, y sus chimeneas, y sus cúpulas-, ya me tenían esclavo de lo que quisieran contarme en las dos horas siguientes. Bajo el precioso cielo de Londres enlaza con una fanfarria de bombos y platillos como las de antes, una obertura gloriosa que abre las cortinas a una catarsis infantil de la que, a poco que te dejes hacer, no puedes escapar.
Y aparecen las letras Walt Disney Presents… y hasta el tipo de caligrafía elegida evoca los tiempos en los que el comienzo de otra película representaba de verdad el comienzo de otra vida, una nueva que nos prestaban durante un rato. Y van apareciendo los nombres de los actores entre una sucesión de acuarelas que anticipan las mil y una aventuras que están por venir. Qué bien que una película empiece con sus títulos de crédito como dios manda, y en ésta es como si el director quisiera presumir del grupo de genios que ha sido capaz de juntar. Proudly presents…
Por muchos efectos y colorines que nos regale esta nueva Mary Poppins, los problemas reales sobresalen. Una familia en apuros (punto de partida de tantas comedias clásicas), una vieja propiedad a punto de ser embargada -la casa del Paseo del Cerezo, que fue también nuestra casa mucho tiempo atrás-, un padre sin los recursos ni el ánimo suficientes para salvar el legado de sus mayores, una hermana que lucha por los derechos de los trabajadores en días tumultuosos y tres niños corriendo sobre un césped que no deberían pisar. La casa necesita un fontanero con urgencia al igual que nosotros, los que vimos la película del 64, vamos precisando alguna ayudita para no caer en las redes de la jodida mediana edad. Han pasado más de cincuenta años y las cañerías lo atestiguan.
Y un desván donde hay que buscar entre mil trastos olvidados. Un lugar en penumbra al que van todas las cosas que perdimos. Un balón deshinchado, un fuerte de indios apaches, un calcetín desparejado, un paraguas casi nuevo, el álbum de cromos, la foto que nunca más volvimos a ver, el libro que prestamos y no nos devolvieron, mi sudadera favorita, la caja con sellos antiguos… En el trastero del recuerdo se va amontonando todo aquello que estaba y ya no está, algo de pelo, algo de vergüenza, la tersura en la piel, los amigos que se fueron, el padre, la madre -por éste u otro orden-, la ilusión y la inocencia junto a una vieja cometa llena de remiendos como los que parchean nuestra memoria.
¿Cómo una canción tan pequeña puede hablar de algo tan grande? No hay duda de que al autor, igual que al director, también los llevaron a ver aquella otra película siendo niños, cuando todavía no habían perdido casi nada en sus tempranas vidas, cuando los desvanes aún estaban medio vacíos. Los llevarían de la mano, como a mí, no sé quién, quizá mi hermano mayor… Tal vez a un cine de verano, casi no puedo recordarlo porque debía tener no más de seis o siete años, pero creo que no había techo, sino estrellas, y seguramente me quedaría dormido, confundiendo sueño y fantasía, luchando por abrir los ojos para llenarlos de deshollinadores y pingüinos bailarines. Seguro y confiado de que al acabar nos iríamos todos a dormir a nuestra casa en nuestro Paseo del Cerezo particular.
No hay duda de que ellos, igual que Jane y Michael Banks –y que la autora de las novelas sobre la niñera voladora- también se han hartado de probar la píldora de la vida sin un poco de azúcar, de lo contrario no nos habrían contado un cuento tan lleno de nostalgia como éste. Y no habrían inventado una canción como la que nos puso la mirada en remojo mientras Mary Poppins, dejando la fantasía a un lado, consuela al pequeño Georgie explicándole algo que todos nos hemos repetido alguna que otra vez, pero que casi nunca llegamos a creerlo de verdad, que las cosas que amamos no desaparecen, que sencillamente cambian de sitio.
De todos los momentos mágicos que nos regala este filme, los maravillosos números musicales y las acrobáticas coreografías así como los espectaculares efectos de imagen y sonido, lo que subyace hoy en mi recuerdo –y sigue sonando en mis oídos un mes después de verla- es una escena así de sencilla, una niñera cantando una nana a tres niños que no pueden dormirse, demasiado excitados por las aventuras que acaban de vivir, tristes también al sentir el peso de la ausencia de un ser querido. Y no hace uso de palabras supercalifragilísticas… o tal vez sí, porque son mágicas de verdad, las que llevan consuelo a los que están a un lado y a otro de la pantalla.
Un globo de gas con suficiente fuerza como para elevarte al cielo. No hay mejor definición de la fantasía, ni mejor final para una película como ésta. Podrás hablarme de cien defectos que tenga –sobre todo si te has llevado tu lupa de adulto al cine- y probablemente tendrás razón en muchos, pero a mí me devolvió aquella tarde algo que en realidad nunca he perdido, la ilusión, y no hay Brantleys ni Boyeros que puedan con eso. Ni Oscars ni Globos de Oro –esos pesan demasiado, no te hacen volar- que premien algo que no tiene precio. Moraleja: no olvides nunca en el desván de las cosas perdidas el niño que llevas dentro, ni la capacidad de asombro, ni la valentía para seguir tirando de la vieja cometa por muy fuerte que pueda soplar el viento. Y está siempre atento, las cosas que crees perdidas pueden estar más cerca de lo que parecen.
El reto no era fácil, traer de vuelta a la señora del paraguas y ponerla enfrente de un batallón de nostálgicos con escopeta y lupa cargadas no vaya a ser que dejen en mal lugar a la niñera que regó nuestros sueños allá por los primeros setenta. Pero yo fui sin mi lupa, y me senté en la butaca una tarde que necesitaba que me ayudaran a volar una cometa medio desbaratada.