Crazy for you (All dancing, all singing...all Gershwin!)
Agosto, 1993. Un calor sofocante. Una humedad casi insoportable, aunque la aguantábamos con gusto, claro. Nos refrescaba la fascinación, el subidón, una excitación a prueba de grados fahrenheit. Por primera vez estábamos en Nueva York. La primera de una larga lista. I´m crazy for you!
Las marquesinas nos guiñaban como tratando de atraer polillas hacia la luz. Cientos de lumniosos anunciando un montón de shows que ni de lejos nos sonaban, ¿adónde vamos? Había menos dinero en los bolsillos -y menos arrugas en la cara- y teníamos que seleccionar escrupulosamente en qué espectáculo invertíamos los 50 o 60 dólares que por entonces costaba una entrada (aquellos maravillosos años), y la verdad, no teníamos demasiada información.
Guys and Dolls, Kiss of the Spider Woman, The Goodbye Girl... sí, preciosos carteles... pero aún estábamos tan verdes en estas lides... De repente uno de los muchos flyers que revoloteaban Times Square cayó en mis manos. Se trataba de un musical nuevo, pero de los clásicos y con canciones de George Gershwin. Claro que sabíamos quien era, tampoco éramos tan jóvenes como para no conocer a Gershwin, de hecho nos encantaba. Y en el papel, entre mil colorines y fotos de gente guapísima bailando frenéticamente, los títulos de las canciones: I got rythm, Embraceable you, But not for me, Nice work if you can get it, Someone to watch over me... Las polillas se fueron derechitas hacia la lámpara.
De unos años acá se han puesto de moda los "musicales refritos", homenajes a cantantes, autores o coreografos repasando su vida y obra en una sucesión de highlights encadenados. Una fórmula segura, rentable y relativamente fácil. Pero Crazy for you no era uno de esos, en absoluto.
La historia toma como punto de partida un musical de 1930 llamado Girl Crazy, que fue la plataforma de lanzamiento de Ethel Merman, la primerísima dama de Broadway. El argumento se transforma en la revisión actual y a la vez se incorporan una serie de temas que no estaban en la obra original. De esa manera se homenajea a sus autores eliminando canciones menos conocidas y desempolvando una trama tal vez algo desfasada. Y ahí entra Ken Ludwig, el autor de un libreto dinámico y divertido lleno de gags y situaciones de comedia clásica pero capaces de conectar con un público noventero.
El heredero de una saga de banqueros, Bobby Child, a punto de casarse con una chica de la alta sociedad neoyorkina, tiene que ir a un pueblucho perdido en Nevada a embargar un teatro medio en ruinas. Allí conoce a Polly, la hija del dueño del local, una chica de carácter que defenderá con uñas y dientes lo que considera la última esperanza de alegría y diversión de su aldea. No hemos mencionado que, aunque su futuro está en los números -bancarios- lo que a Bobby le interesa son los números musicales. Es un actor frustrado que se resiste a ver como sus sueños se evaporan sin intentar dedicarse a lo que más desea en el mundo, el showbusiness. Como es lógico, y a pesar de estar enfrentados por la inminente demolición del teatro, la chispa saltará inmediatamente entre el protagonista y la enérgica vaquera. Más aún cuando nuestro galán decide reflotar el local y montar un show por todo lo alto. Malentendidos, dobles identidades, persecuciones, encuentros y desencuentros provocarán una serie de situaciones hilarantes y románticas a partes iguales.
Pero donde llega lo mejor es, naturalmente, con la música y el baile. Un puñado de obras maestras magníficamente interpretadas -y sin un gramo de cursilería- por Harry Groener, Jodi Benson (la primera actriz a la que asalté en un stage door), Bruce Adler o Michelle Pawk, entre otros.
Las coreografías de este musical te pueden dejar literalmente pegado a la butaca. Así nos quedamos al terminar el número que ponía fin al primer acto (I got rythm). Es típico que en un show de estas características cierre la primera parte con un baile apoteósico, como sucede en Anything goes, por ejemplo. Pero lo que hizo ese batallón de bailarines usando, además de sus cuerpos, toda clase de herramientas y cacharros -hasta tapas de cubos de basura mucho antes que Stomp!- no nos parecía de este mundo. Unas evoluciones gimnásticas, acrobáticas, imaginativas... y al mismo tiempo dando la sensación de ser la cosa más fácil y natural. ¿Y qué decir del Slap that bass en el que las chicas se convierten en perfectos contrabajos con una simple cuerda? Alucinante. Así conocí a Susan Stroman (Contact, Steel Pier, The Producers), una de las mejores coreógrafas del panorama actual.
Y así me quedé cosido para siempre al terciopelo rojo de las butacas del Shubert Theatre. ¿Cómo no? No existe en todo Broadway mejor local para un bautizo como Dios manda. Allí se estrenó The Philadelphia Story, Kiss me Kate, A Chorus Line o Chicago. Ese fue el primer escenario donde puso los pies Barbra Streisand/Miss Marmelstein en I can get it for you wholesale (who could ask for anything more?). También se estrenaron Can-can, Oliver, Promises, Promises y A little night music. Y claro, allí me estrené yo. Hubo un antes y un después de esa tórrida noche de verano, de ese primer salto al otro lado del Atlántico, del Descubrimiento de América, que para mí fue mucho después de 1492.
Al salir del teatro "tappeando" tórpemente las melodías de Gershwin -como los niños que salen dando tiros de una película del oeste- conocimos un poquito más de cerca eso que llaman felicidad.
And they can´t take that away from me.