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jueves, 31 de mayo de 2012

Standing ovation





Crazy for you  (All dancing, all singing...all Gershwin!)

Agosto, 1993. Un calor sofocante. Una humedad casi insoportable, aunque la aguantábamos con gusto, claro. Nos refrescaba la fascinación, el subidón, una excitación a prueba de grados fahrenheit. Por primera vez estábamos en Nueva York. La primera de una larga lista. I´m crazy for you!
Las marquesinas nos guiñaban como tratando de atraer polillas hacia la luz. Cientos de lumniosos anunciando un montón de shows que ni de lejos nos sonaban, ¿adónde vamos? Había menos dinero en los bolsillos -y menos arrugas en la cara- y teníamos que seleccionar escrupulosamente en qué espectáculo invertíamos los 50 o 60 dólares que por entonces costaba una entrada (aquellos maravillosos años), y la verdad, no teníamos demasiada información.
Guys and Dolls, Kiss of the Spider Woman, The Goodbye Girl... sí, preciosos carteles... pero aún estábamos tan verdes en estas lides... De repente uno de los muchos flyers que revoloteaban Times Square cayó en mis manos. Se trataba de un musical nuevo, pero de los clásicos y con canciones de George Gershwin. Claro que sabíamos quien era, tampoco éramos tan jóvenes como para no conocer a Gershwin, de hecho nos encantaba. Y en el papel, entre mil colorines y fotos de gente guapísima bailando frenéticamente, los títulos de las canciones: I got rythm, Embraceable you, But not for me, Nice work if you can get it, Someone to watch over me... Las polillas se fueron derechitas hacia la lámpara.
De unos años acá se han puesto de moda los "musicales refritos", homenajes a cantantes, autores o coreografos repasando su vida y obra en una sucesión de highlights encadenados. Una fórmula segura, rentable y relativamente fácil. Pero Crazy for you no era uno de esos, en absoluto.
La historia toma como punto de partida un musical de 1930 llamado Girl Crazy, que fue la plataforma de lanzamiento de Ethel Merman, la primerísima dama de Broadway. El argumento se transforma en la revisión actual y a la vez se incorporan una serie de temas que no estaban en la obra original. De esa manera se homenajea a sus autores eliminando canciones menos conocidas y desempolvando una trama tal vez algo desfasada. Y ahí entra Ken Ludwig, el autor de un libreto dinámico y divertido lleno de gags y situaciones de comedia clásica pero capaces de conectar con un público noventero.
El heredero de una saga de banqueros, Bobby Child, a punto de casarse con una chica de la alta sociedad neoyorkina, tiene que ir a un pueblucho perdido en Nevada a embargar un teatro medio en ruinas. Allí conoce a Polly, la hija del dueño del local, una chica de carácter que defenderá con uñas y dientes lo que considera la última esperanza de alegría y diversión de su aldea. No hemos mencionado que, aunque su futuro está en los números -bancarios- lo que a Bobby le interesa son los números musicales. Es un actor frustrado que se resiste a ver como sus sueños se evaporan sin intentar dedicarse a lo que más desea en el mundo, el showbusiness. Como es lógico, y a pesar de estar enfrentados por la inminente demolición del teatro, la chispa saltará inmediatamente entre el protagonista y la enérgica vaquera. Más aún cuando nuestro galán decide reflotar el local y montar un show por todo lo alto. Malentendidos, dobles identidades, persecuciones, encuentros y desencuentros provocarán una serie de situaciones hilarantes y románticas a partes iguales.
Pero donde llega lo mejor es, naturalmente, con la música y el baile. Un puñado de obras maestras magníficamente interpretadas -y sin un gramo de cursilería- por Harry Groener, Jodi Benson (la primera actriz a la que asalté en un stage door), Bruce Adler o Michelle Pawk, entre otros.
Las coreografías de este musical te pueden dejar literalmente pegado a la butaca. Así nos quedamos al terminar el número que ponía fin al primer acto (I got rythm). Es típico que en un show de estas características cierre la primera parte con un baile apoteósico, como sucede en Anything goes, por ejemplo. Pero lo que hizo ese batallón de bailarines usando, además de sus cuerpos, toda clase de herramientas y cacharros -hasta tapas de cubos de basura mucho antes que Stomp!- no nos parecía de este mundo. Unas evoluciones gimnásticas, acrobáticas, imaginativas... y al mismo tiempo dando la sensación de ser la cosa más fácil y natural. ¿Y qué decir del Slap that bass en el que las chicas se convierten en perfectos contrabajos con una simple cuerda? Alucinante. Así conocí a Susan Stroman (Contact, Steel Pier, The Producers), una de las mejores coreógrafas del panorama actual.
Y así me quedé cosido para siempre al terciopelo rojo de las butacas del Shubert Theatre. ¿Cómo no? No existe en todo Broadway mejor local para un bautizo como Dios manda. Allí se estrenó The Philadelphia Story, Kiss me Kate, A Chorus Line o Chicago. Ese fue el primer escenario donde puso los pies Barbra Streisand/Miss Marmelstein en I can get it for you wholesale (who could ask for anything more?).  También se estrenaron Can-can, Oliver, Promises, Promises y A little night music. Y claro, allí me estrené yo. Hubo un antes y un después de esa tórrida noche de verano, de ese primer salto al otro lado del Atlántico, del Descubrimiento de América, que para mí fue mucho después de 1492.
Al salir del teatro "tappeando" tórpemente las melodías de Gershwin -como los niños que salen dando tiros de una película del oeste- conocimos un poquito más de cerca eso que llaman felicidad.
And they can´t take that away from me.
 
  






jueves, 17 de mayo de 2012

Music & lyrics



Kander & Ebb (Show people)

Pudo ser cualquier día del año 1962 cuando estos dos jóvenes artistas coincidieron en un estudio de grabación en New York (New York!) por primera vez. De todas las cosas que tenían en común -y seguro fueron muchas- la principal fue su hambre de éxito. Y una creatividad desbordante.
"Cuando Johnny encontró a Freddie" algo grande sucedió en el mundo del espectáculo. Algo que no se daba desde que Rodgers encontró a Hart o Lerner a Loewe. Más grande aún.
John Kander nació en Kansas City en 1927, y nadie sabe exactamente cómo ni porqué pero la música ya venía en sus venas. De estudiante de conservatorio y pianista acompañante a compositor de canciones solo hubo un par de pasos. Y el siguiente fue el de asistente musical de algún que otro show de poca monta en la gran ciudad. Suerte que cayó en buen lugar: sustituto para los ensayos de West Side Story. Vale, no es gran cosa, pero así conoció a Jerome Robbins, quien le ofreció componer las secuencias de baile para su siguiente show, Gypsy. No había puertas más grandes -ni oportunas- para colarse en Broadway a finales de los 50.
Fred Ebb, un chico judío de Manhattan, vio la luz de su ciudad en 1932. Aunque su camino no parecía estar tan prefijado como el de su colega -trabajó como zapatero, transportista o contable de una fábrica de medias- desde muy joven se sintió atraído por la música y la poesía. Este miembro de una humilde familia sin aficiones musicales, vio como su vida cambió después de presenciar una actuación del legendario Al Jolson. "Me enamoré del mundo del espectáculo esa misma noche, agazapado en el gallinero de aquel viejo teatro", declaraba en una entrevista. Mientras se graduaba en lengua inglesa en la Universidad de Columbia comenzó a escribir canciones. Casi por casualidad algunas cayeron en manos de artistas de la talla de Carmen McRae o la mismísima Judy Garland, caprichos del destino.
El día en que el productor de una discográfica los presentó, John acababa de participar en un fracaso monumental. "A family affair" y Fred se estrenaba -harto de escribir guiones para radio y clubes nocturnos- como libretista de un fracaso aún mayor "Morning sun". ¿Amor a primera vista? Camaradería, compenetración, química... y por encima de todo una amistad para toda la vida. Su primera canción juntos se llamó "Perfect strangers", y aunque no tuvo ningún éxito, parece que el título había sido elegido a propósito. My Coloring Book sí que triunfó, uno de los primeros temas que grabó una joven cantante llamada Barbra Streisand -nariz y olfato- muy poco después.
Aunque sin mucha repercusión, el primer show para el que colaboraron como letrista y músico, "Golden gate" les dio la oportunidad de conocer a Harold Prince, que les encargó las canciones de un nuevo musical que iba a producir. "Flora, the red menace" era una comedia hecha a la medida de una chica nueva que buscaba su oportunidad en Broadway. Una recomendada llamada Liza May Minnelli. Escribir para la primogénita de la Garland debió de imponerles un especial respeto, tal vez por eso lograron una de sus partituras más deliciosas, la primera de una larga lista de obras maestras (A quiet thing, Sing happy... ). A partir de ahí el dúo se convirtió en trío, y Liza quedó unida para siempre a sus "chamanes" musicales. Hasta hoy. Se puede decir que no habría una Liza Minnelli sin Kander y Ebb, y viceversa. Luego llegó Bob Fosse y sucedió lo que muy pocas veces sucede en el showbusiness, casi nunca. Se alinearon los planetas y... bueno, el resto es historia.
Harold Prince andaba dándole vueltas a la adaptación musical de una novela de Isherwood en 1966. "Adiós a Berlín" iba a ser "Cabaret" y necesitaba a los autores perfectos para formar el esqueleto de tan ambicioso proyecto. Años después, tras el triunfo logrado por esta función, se decidió llevarla al cine y se hizo de ella una de las mejores películas musicales de todos los tiempos. Así llegó la consagración definitiva de Liza, de Fosse, de Joel Grey -el único que repetía personaje del musical- y del tándem K&E.
Era imposible igualar el éxito de esta su obra magna, pero no porque sus siguientes trabajos no estuvieran a su altura. The Happy Time, Zorba o 70, Girls, 70, contienen algunas de las mejores canciones del teatro musical americano. Y con el sello inconfundible de la factoría. Pero en 1975 ya tocaba otro bombazo, y lo lograron con la sátira vodevilesca Chicago. A pesar de que en su momento no fue totalmente comprendida por su acidez, su cinismo y un concepto tal vez demasiado atrevido para la época, con el revival del 96 se ha consagrado como uno de los musicales más longevos de la historia. Es lo que tiene cabalgar por delante de tu propio tiempo.
Luego vinieron "The Act" (un vehículo de lujo para su protegida con joyas como City Lights o My Own Space), "Woman of the Year" (resucitando a la maravillosa -y aguardientosa- Lauren Bacall) y The Rink, una de sus mejores y menos conocidas creaciones. En este show se enfrentaban dos estrellas forjadas al calor de los maestros, Liza y Chita. ¿Alguien da más?
Estamos en plenos ochenta, en la suave decadencia productiva de nuestros autores. Pero aún tendrían mucho ruido que dar, "Kiss of Spider Woman" y "Steel Pier" ya en los noventa los volvieron a colocar en la cima.
Y en la siguiente década llegó la despedida. En septiembre de 2004 Fred Ebb dejó solo a su compañero. De repente la música se quedó sin letra. Aún quedaban en el horno un par de obras que no habían visto la luz,"Curtains" y "The Scottboro Boys", que  han sido estrenadas tras la muerte de Ebb. Precisamente en la primera hay un par de temas que parecen hacer referencia a la pérdida del amigo y el colega, a lo duro que será volver a escribir música sin sus letras. Thinking of him/I miss the music, su homenaje particular.  
La obra de Kander y Ebb representa algo raro en el mundo del espectáculo. Hay autores comerciales, compositores de obras fáciles, pegadizas, con temas que a la semana del estreno se cuelan en las listas de éxitos. Y luego están los profundos, los intelectuales, esos que triunfan -si alguna vez lo logran- por la crítica más que por el favor del público. Pues bien, ellos lo reunen todo. Son los padres de New York, New York y también de Zorba el griego, además de todo lo que hay enmedio. ¿Qué más se puede decir? Nada, ya solo queda ver y oir. Pero con mucha atención, porque en cada verso y cada melodía están los corazones de Freddy y Johnny.















jueves, 3 de mayo de 2012

Broadway baby





Peter Pan (I won´t grow up!)

Érase una vez una niña a la que su madrastra quería matar por ser la más bella del reino, un muñeco de madera que de repente se volvió humano, una pobre fregona acosada por sus crueles hermanastras, un elefante con orejas superlativas cansado de sentirse diferente, una niña de rubios cabellos que cae por un pozo infinito persiguiendo a un conejo apresurado, un chaval vestido de verde que se propuso no crecer nunca jamás... ¿De verdad que no te identificas con estas historias?
Érase una vez un escritor escocés llamado James Matthew Barrie que se enamoró de una familia que no era precisamente la suya. Y de unos niños que le devolvieron al niño que una vez fue y se perdió en un mundo de adultos. Un niño que fue ignorado por su propio padre, perdido a su vez en la melancolía por la muerte de otro de sus hijos. Niños que encuentran refugio al abrigo de su propia imaginación. ¿Te suena?
Sucedió en Londres en 1904. Las travesuras de los hermanos Llewelyn Davies inspiraron una obra de teatro que para muchos fue un auténtico disparate. ¿Un chico que se negaba a hacerse mayor y que se llevó volando a sus amigos al país de "nunca jamás"? ¿Dónde está eso?  Ese lugar paradisiaco habitado por indios y piratas no se encuentra en otro mapa que el de la fantasía. 
La hija de otro de sus amigos -su colega el poeta William Ernest Henley- le inspiró el personaje más "real" de la historia, Wendy. Una adolescente en el umbral de la juventud que tiene que dejar de comportarse como una niña para convertirse en una dama de la buena sociedad. Abandonar las muñecas y los sueños y enfundarse en un corsé, tarea que el intruso saltarín tendrá que impedir como sea. Lástima que a la pobre Wendy le tocará hacer de madre de los "niños perdidos" de neverland. Pero ella desempeñará ese papel con total dedicación. Lo que no llevará tan bien serán los celos de su rival (hasta en el mundo de la fantasía a las mujeres les pierde la competencia), un hada minúscula llamada Campanilla -Tinker Bell- protectora y amiga inseparable de Peter. Y luego vienen los malos de la historia, el cruel y peripatético James Hook (el Capitán Garfio) y su cuadrilla de piratas borrachuzos que animarán las aventuras de estos niños eternos.
Érase una vez un niño que se empeñó en ser el Niño Midas del cine y convertir en oro puro todo cuanto dibujara. Walter Elias Disney -Walt para los amigos- se apresuró a trasladar este cuento a su universo animado en 1953 tras haber triunfado con Blancanieves, Pinocho o Fantasía, una de sus indiscutibles obras maestras. Como ha sucedido con muchas de sus adaptaciones -algunas libérrimas- su tremendo éxito popular ha consegudo borrar las verdaderas historias en las que se inspiran. El tamiz Disney siempre estuvo dispuesto a descafeinar los cuentos que contenían elementos poco "familiares" o correctos, aunque a veces la crueldad o la velada sexualidad que subyacen en sus filmes -no apta para todos los públicos- hayan sido objeto de profundos y sesudos análisis. Como en otras películas del autor (Cenicienta, Alicia o La Dama y el Vagabundo) las canciones corrieron a cargo de un experto en el gánero, Oliver Wallace. La segunda estrella a la derecha, Volarás... con esos coros de voces imposibles, ¿recuerdas?
El siguiente peldaño en la popularidad de esta fábula tan divertida y triste al mismo tiempo: convertirla en un musical de Broadway. Varias intentonas -entre ellas una versión dirigida por Jerome Robbins- se sucedieron antes de recalar en Nueva York. Pero fue justo un año después del estreno de la película de animación, en 1954, cuando el Winter Garden levantó el telón a una colorista y enérgica producción con algunas canciones ya escritas por Moose Charlap y otras nuevas del fabuloso Jule Styne (Gypsy, Funny Girl). Los legendarios Betty Comdem y Adolph Green, con su ingenio y oficio acostumbrados, se encargaron de poner letras a estas preciosas melodías. Y Robbins dirigió también esta versión definitiva y montó las coreografías más espectaculares hasta la época. Nadie había visto cantar, bailar y ¡volar! a los actores en un teatro en 1954. Ya solo faltaba buscar al chico que corría tras su sombra. Y no sería fácil encontrarlo.
Érase una vez una muchacha de Texas llamada Mary Martin que decidió vivir su vida sobre las tablas de un escenario. Con éxitos en su carrera como One Touch of Venus o South Pacific, la que sería una de las primeras divas de Broadway (Ethel Merman y Gertrude Lawrence completan el trío) se hizo con el papel del niño volador contra todo pronóstico. Mujer y con más de cuarenta años, todo un atrevimiento. Pero la tesitura requerida por las canciones y la necesidad de tener una estrella presidiendo cartel inició una respetada tradición del musical, la de meter a una chica en los leotardos del genio volador. Y así se hizo en las siguientes versiones con Sandy Duncan (1979) y con una fuerza de la naturaleza llamada Cathy Rigby, el último y definitivo Peter Pan. Y el caso es que no resultaba raro. Igual que la creyeron como la novicia cantarina en The Sound of Music o la pizpireta enfermera Nellie en South Pacific, nadie tuvo problemas para ver en su rostro el del perpetuo y rubio adolescente. Eso solo lo puede lograr una actriz superlativa.
Aunque para la mayoría Peter Pan es la película de Disney, esta obra se llegó a convertir en un clásico de Broadway y aún son muchas las reposiciones que se estrenan cada año. El pasado diciembre la Rigby volvió a sobrevolar el escenario, en este caso el del Madison Square Garden. Y volvió a encender los ojos de miles de niños entregados a una fantasía sin límites.
A esos niños va dedicado este capítulo, claro. Pero también a los que aunque ya no lo seamos, aún no hayamos perdido la capacidad de asombro ni la ilusión por las cosas más sencillas o más inverosímiles. A los que nos sorprende esa arruguita nueva por la mañanas, a los que seguimos temiendo el compromiso aunque estemos comprometidos hasta las cejas... y  a los que aún soñamos con salir volando hasta la tierra de nunca jamás.
En realidad no es tan difícil, piensa en algo bonito, si acaso quieres volar...