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jueves, 27 de junio de 2013

Music & lyrics





Leonard Bernstein (El tormento y el éxtasis)

Sí, ese era el título de aquella película en la que Julio II apremiaba a Miguel Ángel a acabar de una puñetera vez los frescos de su capilla. ¿Cuándo vais a acabar? Cuando termine. Pregunta más simple y respuesta más contundente jamás fueron conocidas.
Para quien haya compuesto alguna vez una sinfonía, o pintado un cuadro o escrito un poema, para aquel que se las haya tenido que ver cara a cara con el arte, con la creación, estos conceptos le serán muy familiares. Dolor y placer, obsesión y excitación, pasión y calma.
Lejos de ser ningún creador artístico, a mí también me inspira ilusión y vértigo ponerme a escribir sobre un genio del calibre del que tengo entre manos. Qué osadía la mía, pero la verdad es que ya le iba tocando. Ya era hora de dedicarle un par de párrafos al que inventó "the most beautiful sound I´ve ever heard".
Ni tengo tiempo ni preparación para abordar la carrera sinfónica del maestro. Además, ¿qué voy a descubrir yo del compositor y director de orquesta más famoso de los Estados Unidos? ¿qué puedo aportar sobre el alma de la Filarmónica de Nueva York? ¿qué añadir acerca de uno de los valores indiscutibles de la música clásica contemporánea? ¿qué decir del conductor más temperamental, del reinventor de tantas piezas clásicas? ¿qué apuntar sobre el autor de dos óperas, tres sinfonías, varias misas, ballets y bandas sonoras aparte de cinco musicales que se consideran joyas indiscutibles de la cultura popular americana?
No voy a hablar de sus orígenes, del niño judío Louis Bernstein, hijo de un librero y una peluquera de Massachusetts con raíces rusas, ni de cómo su padre se oponía a que se dedicara al bohemio negocio de la música, aunque fuera él quien lo llevó de la mano a sus primeros conciertos. No voy a mencionar el talento musical que empezó a desarrollar con el piano, ni la locura obsesiva en la que se convirtió su afición. La Garrison, la Boston Latin School... no voy a entrar en cómo llegó a Harvard, ni en los honores que obtuvo como estudiante de composición, ni de cómo con menos de veinte años escribió sus primeras sinfonías. Y desde luego no entraré en detalles de su azarosa vida sentimental. De cómo rompíó bruscamente su primer compromiso formal poco antes del matrimonio, de cómo se casó con la actriz chilena Felicia Montealegre con la que tuvo tres hijos. Y no, queridos lectores, por mucho que insistáis no meteré mis narices en el episodio en el que dejó a su esposa para fugarse con el director musical de una emisora de radio local, quien según sus palabras "le devolvió la alegría de vivir". Ni de cómo sacrificó su relación con Tom Cothran por acompañar a su mujer en sus últimos meses de vida. Tampoco es necesario añadir hasta qué punto su vida y su música se ensombrecieron tras la muerte de ésta -y el abandono de aquel- aportando el último ingrediente de la receta de su genialidad, la amargura que requería una música exultante hasta la pervesión.
Lejos de abundar en sus logros como director o compositor clásico, más allá de profundizar en la revolución que supone su legado para la gran música, me conformaré con hablar de la manera en que afectó su ingenio al teatro musical americano tal como se entendía hasta la fecha, hasta aquel buen día en que decidió escribir su primera "obra ligera".
Aunque viviera rendido a Mahler, Copland o Shostakóvich -a los que dirigió como nadie en su tiempo- jamás perdió el contacto con la música popular de entonces. Su interés por el jazz, el blues o el swing lo mantenían cerca de los clubes nocturnos y las jam sessions. También estaba íntimamente relacionado con el mundo del teatro. Actores, letristas y compositores se contaban entre sus amigos más próximos. Jerome Robbins, Adolph Green, Betty Comden, Oliver Smith o George Abbott no eran precisamente miembros de una orquesta sinfónica, sino un grupo de jóvenes ambiciosos que estaban comenzando a probar suerte en Broadway.
La referencia principal en su "desvío" al musical pudo ser la obra de Gershwin, que también dirigió en numerosas ocasiones. Pero él no solo adoraba las piezas clásicas del maestro, interesándole muy particularmente su habilidad como escritor de canciones, pequeñas y gigantes al mismo tiempo. Bernstein quería ser como Gershwin, y no lo logró porque llegó a superarlo en muchos aspectos, y sobre todo porque su tremenda personalidad no le permitió asimilarse a ningún otro.
Mientras estrenaba sus primeras sinfonías comenzaba a coquetear con el ballet (Fancy free fue el primero, en 1944) y frecuentar otros campos más informales. Así surgió On the Town, una divertida comedia musical que pronto se convirtió en un clásicio del teatro y del cine. Un día en Nueva York -como aquí se llamó- se considera el primer "musical integrado" en el que las canciones y los bailes no salpican la trama ni la interrumpen, sino que la hacen progresar acentuando los aspectos cómicos y dramáticos o realzando el romance, pero nunca deteniendo el ritmo narrativo. Y aparte del libreto y las letras, su partitura es esencial en ello. Desde los temas más rítmicos y sincopados (Ya got me) hasta las melodías más sentidas (Some other time), serían capaces de transmitirnos prácticamente lo mismo si no oyéramos las palabras, con permiso de los genios que las escribieron.
El 1953 volvió al teatro, esta vez con Wonderful Town, una versión de la obra My Sister Eileen de Fields y Chodorov. Su segundo musical volvía a ser una declaración de amor a su ciudad, ahora desde un barrio -Greenwich Village- y una calle en particular, Christopher St. A little bit in love, Ohio o Wrong note rag se igualaron a las grandes creaciones de los Berlin, Porter, Kern o el propio Gershwin. Pero hasta finales de la década no llegó a alcanzar lo que se considera su cenit, su obra maestra indiscutible y la que le dio toda la fama y la gloria que ni siquiera había conseguido en su trayectoria clásica.  Un año después de estrenar una deliciosa opereta sobre el Cándido de Voltaire (Candide, 1956), se embarcó en la peligrosa tarea de llevar el drama más universal de Shakespare al terreno del musical. Convertir la balaustrada de un palacete veronés en las escaleras de indendios de un bloque neoyorkino, debió ser tan complicado como transformar a los Montescos y los Capuletos en dos bandas rivales de niñatos, los Jets y los Sharks. La trama de Arthur Laurents, las letras de Stephen Sondheim y las coreografías de Robbins ayudarían mucho, no hay duda, pero la excelencia de la música de Bernstein hizo de West Side Story una obra magna, tal vez el musical más importante jamás escrito. La mayoría de los crítcos coinciden en catalogarla como la obra perfecta, la culminación de medio siglo en la construcción de un género. Profunda, emocionante, crítica, violenta, atrevida, sexy, fascinante...
Como a estas alturas no vamos a descubrir nada nuevo de esta maravilla -ni de Something´s coming, Maria, America, Somewhere, Tonight...- y como no quiero alargarme más de lo necesario, terminaré añadiendo algo que considero crucial en su carrera. Bernstein fue un brillante director y un soberbio compositor, pero sobre todo fue un maestro en el sentido etimológico de la palabra. Su pasión por enseñar, por compartir su talento y su sabiduría le hicieron emplear una buena parte de su tiempo en la docencia. Aparte de sus múltiples clases magistrales por colegios y universidades, puso en marcha un programa de televisión para la CBS llamado "Conciertos para jóvenes" en el que explicaba las obras antes de ejecutarlas. Más de cincuenta episodios avalan el mayor proyecto musical divulgativo de la televisión. Y ver alguno de ellos es un placer que recomiendo a todos.    
A pesar de su carácter altivo, a pesar de su genialidad y su fama, nunca se alejó de la gente, nunca se encerró en una torre de marfil. Su extraordinaria generosidad le hizo volcar en los demás mucho, todo lo que sabía.  Hasta el día de su muerte, en 1990, no dejó de enseñar ni tampoco de aprender, lo que lo hace más grande si cabe.
Ambiguo y dual -atormentado y extático- Louis, Leonard o Lenny vivió en la contradicción, o mejor dicho en los contrastes. Entre el jazz y el adagio, entre el swing y la sinfonía, en los antros y los salones de conciertos, en la comedia más ligera y en los más oscuros dramas, entre los amantes y las esposas, en las avenidas y los callejones... volando desde lo sublime a lo canalla y vuelta otra vez sacando siempre el máximo jugo a una existencia única, irrepetible.












jueves, 13 de junio de 2013

TKTS





Tony´s 2013 (El mayor espectáculo del mundo)

Cada año llega la vuelta al cole, la caída de la hoja, la navidad, los fríos de invierno, el brote del azahar, la pascua, los calores del verano, los caracoles en las terrazas... y los Tony´s. Cada año, no falla, y van 67, que se dice pronto. 67 años de premiados y nominados, de triunfos y fracasos, de comedias y dramas, de musica y baile, de mucho lujo y mucho glamour, de tantas emociones... de espectáculo puro y duro.
Cada año se celebra la fiesta del teatro del mundo mundial -con permiso de los british Olivier- a la vez que se valora la cosecha de la temporada, que no se puede decir que no haya sido más que buena. A pesar de los pesares, que son muchos -sobre todo monetarios-, no se puede decir que la producción teatral norteamericana no continúe liderando la escena internacional, principalmente desde sus templos sagrados de Broadway. Pero una vez más tenemos que reconocer que la nostalgia sigue pesando más que la savia nueva, siendo este un año especialmente pobre en lo que a proyectos musicales nuevos se refiere. Ni Bring it on, ni Kinky Boots, ni A Christmas Story ni Matilda (producto importado del West End) están ni estarán nunca a la altura de The Mistery of Edwin Drood, Rodgers and Hammerstein´s Cinderella, Annie o Pippin. Ojalá me equivoque, pero no lo creo.
Aunque para no ponernos demasiado pesimistas también podemos echar un vistazo a la larga lista de los musicales nominados y premiados desde el principio de los tiempos y comprobar la considerable tanda de obras más que olvidadas (justa o injustamente), malas (pocas) y mediocres (algunas), aparte, claro, del puñado de obras maestras que honran el nombre de tan preciado galardón. Pero no puedo dejar de pensar en que en la primera gala en la que se premió una obra musical -antes el reconocimiento era solo para actores y actrices- allá por el año 1949, la pieza que se llevó el gato al agua se llamaba Kiss me Kate, y el Tony a la partitura original fue para un compositor conocido como Cole Porter. Este año Kinky Boots y Cindy Lauper se llevaron sendos laureles. Sin comentarios.
También se habla de la de 2013 como la gala más negra de la historia de estos premios. Cicely Tyson por The Trip to Bountiful, Billy Porter por Kinky Boots, Patina Miller por Pippin, Courtney B. Vance por Lucky Guy (aparte de una bomba medio ignorada llamada Motown The Musical)... pusieron y dieron la nota de color en una fiesta en la que más allá de la corrección política se ha reconocido la excelencia de unas voces y unas interpretaciones únicas. Se suele decir que si eres negro, gay o judío ya tienes mucho ganado en la carrera hacia la estatuilla de plata, pero artistazos como estos nos demuestran que no todo depende de una cuestión de pigmentación, orientación sexual o religión, si fuera tan fácil...
Este año no ha habido ningún triunfador que se imponga sobre los demás -desde The Book of Mormon no sucede algo así- aunque se considera el show de Lauper el ganador de la fiesta. Esta comedia sobre un tipo que reflota una zapatería convirtiéndola en una fábrica de plataformas para drag queens rebosante de colorines y brilloteo -muy en la linea de Priscilla- se ha hecho un hueco importante en la taquilla desde su reciente estreno. Y eso en Broadway se premia y mucho. Las colas de quinceañeras en el TKTS amenizadas por travestones de impresión -mira que gusta un transformismo en esta ciudad por dios- han ido creciendo ayudadas por el boca a boca (o a oreja, como sea) más que por la popularidad de su autora -¿Cindy who?- a pesar de que hace unos años protagonizara junto a Alan Cumming una excelente versión de The Threepenny Opera en Studio 54, pero de eso ya no se acuerda nadie. Aunque a decir verdad tampoco es que tuviera grandes competidoras. Bring it on, otro producto para teenagers desenfrenados, A Christmas Story, una pequeña y simpática fábula navideña y Matilda, la sorpresa del año, no son precisamente gigantes imbatibles.
Cuatro obras peleando por el Tony al mejor musical de estreno y en ninguna el protagonista tiene más de veintipocos años, es más, dos de ellas tratan de niños de ocho o nueve, y eso sin mencionar a los revivals Annie y Cinderella. ¿Soy yo o es que Broadway se está infantilizando cada vez más? ¿No se está pareciendo peligrosamente a Disneyworld? Hasta una función tan oscura como Pippin se trasforma en un colorista circo para todos los públicos... ¿Cómo están ustedeees? Mal.
Los adultos se tendrán que conformar con obras no musicales este año. Ahí es donde el showbusiness neoyorkino se conserva más fiel a sus principios y menos abocado a los dividendos (también es cierto que sufren bastante menos presión). Que una inteligente sátira sobre Chéjov como Vanya, Sonya, Masha and Spike se haya llevado el Tony a mejor obra teatral, mientras el mejor revival es -una vez más- para Who´s afraid of Virginia Woolf, dice mucho del paladar de los espectadores de la gran ciudad. Que todavía se hagan colas para ver como esa borracha amargada machaca el ego de su pobre esposo dignifica sensiblemente el nivel medio del que se acerca a una taquilla a gastarse sus cuartos. Aunque ayuda mucho que esa historia nos la cuente alguien como Edward Albee, claro.
Estatuillas aparte, la ceremonia siempre es un placer en su contemplación. Hay tanto glamour (alfombras, modelazos, peinados, pajaritas...) como en otras galas, o más si me apuras -es New York!- pero mucho más talento, en serio. Y la dinámica del show siempre es impecable, así como su ritmo, no olvidemos que lo hace gente del teatro, y no hay nadie que conozca mejor la fórmula para agarrarr en un puño la atención del público durante dos horas y media, ¡es lo que hacen ocho veces a la semana!
Neil Patrick Harris vuelve a clavar el tono perfecto del programa conjugando comicidad, emoción, espectáculo y mucho cachondeo a partes iguales. Claro está que el equipo de guionistas que tiene detrás no es moco de pavo, pero su grandeza reside en que todo, absolutamente todo lo que dice o hace parece habérsele ocurrido a él mismo sobre la marcha. El "opening number" en plan Once y su apoteósica evolución, el divertido -y pretendidamente improvisado- número sobre la suerte de meterse en una serie de éxito (junto a Laura Benanti, Megan Hilty y Andrew -Mormon- Rannells) o el electrizante rap del final con una diosa llamada Audra McDonald (aparte del morreo que se pega con Sandy, el perro de Annie), son algunos de los mejores momentos de una fiesta que recupera su grandiosidad regresando al escenario del Radio City Music Hall, de donde nunca debió haber salido.  
Pero para comprobarlo nada como dejar de leer y ponerse a verlo de principio a fin. Así te darás cuenta de que no miento cuando digo que a pesar de los tiempos que acechan al showbusiness, a pesar de que el miedo reinante empequeñece los escenarios del mundo, a pesar de que muchos se empeñan en afirmar que Broadway ya no es lo que era... aún podemos disfrutar, emocionarnos y sorprendernos con el que -al menos para mí- sigue siendo el mayor espectáculo del mundo.