Leonard Bernstein (El tormento y el éxtasis)
Sí, ese era el título de aquella película en la que Julio II apremiaba a Miguel Ángel a acabar de una puñetera vez los frescos de su capilla. ¿Cuándo vais a acabar? Cuando termine. Pregunta más simple y respuesta más contundente jamás fueron conocidas.
Para quien haya compuesto alguna vez una sinfonía, o pintado un cuadro o escrito un poema, para aquel que se las haya tenido que ver cara a cara con el arte, con la creación, estos conceptos le serán muy familiares. Dolor y placer, obsesión y excitación, pasión y calma.
Lejos de ser ningún creador artístico, a mí también me inspira ilusión y vértigo ponerme a escribir sobre un genio del calibre del que tengo entre manos. Qué osadía la mía, pero la verdad es que ya le iba tocando. Ya era hora de dedicarle un par de párrafos al que inventó "the most beautiful sound I´ve ever heard".
Ni tengo tiempo ni preparación para abordar la carrera sinfónica del maestro. Además, ¿qué voy a descubrir yo del compositor y director de orquesta más famoso de los Estados Unidos? ¿qué puedo aportar sobre el alma de la Filarmónica de Nueva York? ¿qué añadir acerca de uno de los valores indiscutibles de la música clásica contemporánea? ¿qué decir del conductor más temperamental, del reinventor de tantas piezas clásicas? ¿qué apuntar sobre el autor de dos óperas, tres sinfonías, varias misas, ballets y bandas sonoras aparte de cinco musicales que se consideran joyas indiscutibles de la cultura popular americana?
No voy a hablar de sus orígenes, del niño judío Louis Bernstein, hijo de un librero y una peluquera de Massachusetts con raíces rusas, ni de cómo su padre se oponía a que se dedicara al bohemio negocio de la música, aunque fuera él quien lo llevó de la mano a sus primeros conciertos. No voy a mencionar el talento musical que empezó a desarrollar con el piano, ni la locura obsesiva en la que se convirtió su afición. La Garrison, la Boston Latin School... no voy a entrar en cómo llegó a Harvard, ni en los honores que obtuvo como estudiante de composición, ni de cómo con menos de veinte años escribió sus primeras sinfonías. Y desde luego no entraré en detalles de su azarosa vida sentimental. De cómo rompíó bruscamente su primer compromiso formal poco antes del matrimonio, de cómo se casó con la actriz chilena Felicia Montealegre con la que tuvo tres hijos. Y no, queridos lectores, por mucho que insistáis no meteré mis narices en el episodio en el que dejó a su esposa para fugarse con el director musical de una emisora de radio local, quien según sus palabras "le devolvió la alegría de vivir". Ni de cómo sacrificó su relación con Tom Cothran por acompañar a su mujer en sus últimos meses de vida. Tampoco es necesario añadir hasta qué punto su vida y su música se ensombrecieron tras la muerte de ésta -y el abandono de aquel- aportando el último ingrediente de la receta de su genialidad, la amargura que requería una música exultante hasta la pervesión.
Lejos de abundar en sus logros como director o compositor clásico, más allá de profundizar en la revolución que supone su legado para la gran música, me conformaré con hablar de la manera en que afectó su ingenio al teatro musical americano tal como se entendía hasta la fecha, hasta aquel buen día en que decidió escribir su primera "obra ligera".
Aunque viviera rendido a Mahler, Copland o Shostakóvich -a los que dirigió como nadie en su tiempo- jamás perdió el contacto con la música popular de entonces. Su interés por el jazz, el blues o el swing lo mantenían cerca de los clubes nocturnos y las jam sessions. También estaba íntimamente relacionado con el mundo del teatro. Actores, letristas y compositores se contaban entre sus amigos más próximos. Jerome Robbins, Adolph Green, Betty Comden, Oliver Smith o George Abbott no eran precisamente miembros de una orquesta sinfónica, sino un grupo de jóvenes ambiciosos que estaban comenzando a probar suerte en Broadway.
La referencia principal en su "desvío" al musical pudo ser la obra de Gershwin, que también dirigió en numerosas ocasiones. Pero él no solo adoraba las piezas clásicas del maestro, interesándole muy particularmente su habilidad como escritor de canciones, pequeñas y gigantes al mismo tiempo. Bernstein quería ser como Gershwin, y no lo logró porque llegó a superarlo en muchos aspectos, y sobre todo porque su tremenda personalidad no le permitió asimilarse a ningún otro.
Mientras estrenaba sus primeras sinfonías comenzaba a coquetear con el ballet (Fancy free fue el primero, en 1944) y frecuentar otros campos más informales. Así surgió On the Town, una divertida comedia musical que pronto se convirtió en un clásicio del teatro y del cine. Un día en Nueva York -como aquí se llamó- se considera el primer "musical integrado" en el que las canciones y los bailes no salpican la trama ni la interrumpen, sino que la hacen progresar acentuando los aspectos cómicos y dramáticos o realzando el romance, pero nunca deteniendo el ritmo narrativo. Y aparte del libreto y las letras, su partitura es esencial en ello. Desde los temas más rítmicos y sincopados (Ya got me) hasta las melodías más sentidas (Some other time), serían capaces de transmitirnos prácticamente lo mismo si no oyéramos las palabras, con permiso de los genios que las escribieron.
El 1953 volvió al teatro, esta vez con Wonderful Town, una versión de la obra My Sister Eileen de Fields y Chodorov. Su segundo musical volvía a ser una declaración de amor a su ciudad, ahora desde un barrio -Greenwich Village- y una calle en particular, Christopher St. A little bit in love, Ohio o Wrong note rag se igualaron a las grandes creaciones de los Berlin, Porter, Kern o el propio Gershwin. Pero hasta finales de la década no llegó a alcanzar lo que se considera su cenit, su obra maestra indiscutible y la que le dio toda la fama y la gloria que ni siquiera había conseguido en su trayectoria clásica. Un año después de estrenar una deliciosa opereta sobre el Cándido de Voltaire (Candide, 1956), se embarcó en la peligrosa tarea de llevar el drama más universal de Shakespare al terreno del musical. Convertir la balaustrada de un palacete veronés en las escaleras de indendios de un bloque neoyorkino, debió ser tan complicado como transformar a los Montescos y los Capuletos en dos bandas rivales de niñatos, los Jets y los Sharks. La trama de Arthur Laurents, las letras de Stephen Sondheim y las coreografías de Robbins ayudarían mucho, no hay duda, pero la excelencia de la música de Bernstein hizo de West Side Story una obra magna, tal vez el musical más importante jamás escrito. La mayoría de los crítcos coinciden en catalogarla como la obra perfecta, la culminación de medio siglo en la construcción de un género. Profunda, emocionante, crítica, violenta, atrevida, sexy, fascinante...
Como a estas alturas no vamos a descubrir nada nuevo de esta maravilla -ni de Something´s coming, Maria, America, Somewhere, Tonight...- y como no quiero alargarme más de lo necesario, terminaré añadiendo algo que considero crucial en su carrera. Bernstein fue un brillante director y un soberbio compositor, pero sobre todo fue un maestro en el sentido etimológico de la palabra. Su pasión por enseñar, por compartir su talento y su sabiduría le hicieron emplear una buena parte de su tiempo en la docencia. Aparte de sus múltiples clases magistrales por colegios y universidades, puso en marcha un programa de televisión para la CBS llamado "Conciertos para jóvenes" en el que explicaba las obras antes de ejecutarlas. Más de cincuenta episodios avalan el mayor proyecto musical divulgativo de la televisión. Y ver alguno de ellos es un placer que recomiendo a todos.
A pesar de su carácter altivo, a pesar de su genialidad y su fama, nunca se alejó de la gente, nunca se encerró en una torre de marfil. Su extraordinaria generosidad le hizo volcar en los demás mucho, todo lo que sabía. Hasta el día de su muerte, en 1990, no dejó de enseñar ni tampoco de aprender, lo que lo hace más grande si cabe.
Ambiguo y dual -atormentado y extático- Louis, Leonard o Lenny vivió en la contradicción, o mejor dicho en los contrastes. Entre el jazz y el adagio, entre el swing y la sinfonía, en los antros y los salones de conciertos, en la comedia más ligera y en los más oscuros dramas, entre los amantes y las esposas, en las avenidas y los callejones... volando desde lo sublime a lo canalla y vuelta otra vez sacando siempre el máximo jugo a una existencia única, irrepetible.