Mandy Patinkin (The way he makes me feel)
¿No recuerdas aquella escena? ¿Una joven judía disfrazada de chico para poder estudiar el Talmud? ¿No recuerdas como se estremecía cuando él la rozaba o jugaba con ella como si fuera un compañero más? ¿Sus atemorizados ojos mirando y sin querer mirar su cuerpo desnudo saliendo del agua? No hace frío pero estoy tiritando, no hay fuego y me quemo... El solícito alumno de la yeshiva, el alegre mozo que enamoró a su amigo -a su amiga- no era otro sino él. Avigdor, Ché Guevara, Georges Seurat, Iñigo Montoya, Saul Berenson... Todos en uno.
Hoy apuntamos nuestro cañón de luz hacia una cara poco corriente en el mundo del musical, una voz y una forma de usarla nada común. A veces es necesario encender el "spotlight" en medio del escenario a oscuras para enseñar a todo el mundo quién es ése o aquel. Especialmente cuando oyes comentar lo bien que lo hace el agente barbudo de Homeland o el médico de Chicago Hope sin ni siquiera recordar como se llama.
Mandel Bruce Patinkin, ese es su nombre. Nacido en Chicago hace sesenta y un años, descendiente de hebreos rusos y polacos, buen hijo, buen padre y buen esposo. Un buen judío curtido en mil ceremonias desde su infancia, un hazzan, un miembro del coro de la sinagoga al que no sabían en qué grupo vocal meter. ¿Tenor, contralto, soprano, castrato?
Su paso por Juilliard no hizo más que reafirmarlo en lo que él siempre había deseado, convertirse en actor y cantante. Pero por ese orden, un actor que puede interpretar con todos los elementos de su cuerpo, incluida la voz. Así son los grandes de Broadway, y no al contrario. Papelitos en anuncios, intervenciones en series, apariciones en televisión y de repente... Evita.
Cuando ni siquiera estaba bien definido uno de los personajes más discutidos del famoso show, cuando aún no se había popularizado el Don´t cry for me... cientos de actores de Londres o Nueva York ya lampaban por conseguir el papel. Y fue para él. Lo que había hecho David Essex en el West End -muy bien por cierto- lo mejoró al otro lado del Atlántico. El Tony al mejor actor secundario lo reafirmaba como uno de los valores más seguros del mundillo teatral de finales de los setenta. Y según recuerda la LuPone en su impagable biografía, fue gracias a él que pudiera resistir la brutal presión de aquellas tremendas funciones interpretando "unas canciones que solo habría podido componer alguien que odiara a las mujeres!". No solo ella, son muchos los que dan fe de su calidad de compañero muy por encima de la de artista.
Pero cuando apenas acababa de despuntar en teatro, el cine ya le estaba echando el lazo. Tras varios trabajos perfectamente olvidables le llegó su estreno de verdad en Ragtime, de Milos Forman. El papel del emigrante Tateh era perfecto para él, como si Doctorow lo hubiera tenido en mente al escribirlo.
Siguiendo con las adaptaciones de clásicos hebreos, Yentl le brindó su segunda gran oportunidad en pantalla grande. A pesar de que en la productora barajaban nombres más populares, la Streisand -directora e intérprete del filme- lo vio claro, él y no otro sería el honesto y atormentado Avigdor, el chico que la obligó a salir de su armario de miedo y vergüenza. Lástima que no le diera alguna canción para cantar, pero -ya lo séee- ella y nadie más era la protagonista.
Maxie (junto a Glenn Close), The Princess Bride (cinta de culto si las hay donde hacía del espadachín Iñigo Montoya), Dick Tracy (como el pianista enamorado de Breathless-Madonna)... y muchas más fueron las películas que vinieron después, pero en Hollywood nunca apostaron por él como cabeza de cartel, algo que sucede a menudo con los grandes talentos del teatro.
De lo que nos alegramos infinito, porque así fue como regresó a la costa Este y se subió de nuevo a un escenario, a uno con un lago, árboles pintados, paseantes con sombrillas y perros juguetones. Un dimanche après-midi à l'Île de la Grande Jatte fue la inspiración del musical Sunday in the park with George. Una de las obras más arriesgadas y originales de las últimas décadas. La obra maestra -bueno, otra más- de Stephen Sondheim.
El encuentro con el autor cambió definitivamente su trayectoria y su repertorio. Si no hubiera sido porque otro George (Hearn) se subió en los tacones de un tal Alvin en La Cage aux Folles, su segundo Tony le habría llegado con este personaje único, como él.
The Secret Garden, Falsettos, The Wild Party y una nutrida serie de conciertos por teatros llegaron después de su consagración definitiva, y la televisión, las series.
Y así volvemos hasta Saul Berenson y uno de los mejores personajes de una de las mejores series del momento, Homeland. Las series están de moda, lo cual favorece a un montón de actores y actrices desechados por la cruel industria del cine que usa y tira genios a cada segundo. Muchos buscan refugio en estos culebrones de auténtico lujo, o entre los bastidores de la gran ciudad, que tampoco está nada mal. Él es uno de ellos, por suerte para nosotros.
La primera vez que lo vi fue hace trece años, cuando hizo su último musical en Broadway -The Wild Party- y fui a esperarlo a la salida de actores, claro, pero no le pude decir nada porque me quedé mudo. No es muy alto, ni muy guapo, ni impone especialmente, pero tenerlo a un palmo de mi persona me hizo sentir... no sé como explicarlo, algo parecido a lo que siento cuando lo oigo cantar con esa voz frágil casi a punto de quebrarse y dura como el granito al mismo tiempo. No me preguntes por qué, hay cosas que no se razonan. Pero cuando oigo su voz es como si... tiritara sin hacer frío, o me quemara aunque no haya fuego.