George Gershwin (´S Wonderful)
¿Por dónde empiezo? ¿Qué digo yo de este genio que no se haya dicho antes y mejor?
El mismo bloqueo que debe sentir el autor ante la partitura en blanco es el que sufre hoy este escritor aficionado. ¿Qué melodía? ¿Qué letra que la acompañe se me puede ocurrir que no haya sido ya tarareada por tantos y tantos?
Lo único que se me viene a la cabeza cuando pienso en Gershwin es... miento, me llegan cientos y cientos de imágenes y de sonidos, pero si tuviera que concentrarlos en uno...
no sé, tal vez sería esa ciudad en blanco y negro rasgada por el sonido del clarinete. Una rapsodia en azul melancólico que como el telón de un viejo teatro se levanta mostrándonos los edificios de Manhattan.
El puente de Queensboro, el ruido de las obras, los atascos de la mañana, la claridad de Washington Square, el bullicio de los mercados de Seaport, el sereno interior del Guggenheim, el Yankee Stadium, los tejados del Plaza, los luminosos de Times Square y Broadway... y un estallido de fuegos artificiales sobre los oscuros árboles de Central Park coincidiendo con la apoteosis final de la sinfonía.
Chapter One: he adored New York...
George Gershwin adoraba Nueva York, y le rindió culto, y supo culminar la esencia compuesta entre todos aquellos músicos, poetas y cineastas que se afanaron en construir una imagen que ni el tiempo ni las modas conseguirán alterar jamás.
Hijo de inmigrantes judíos rusos -sus facciones no lo pueden negar- vino al mundo en 1898 con una partitura debajo del brazo y un par de manos ansiosas por pillar un piano. Aprendió solo a tocarlo como se las apañó para componer sus primeras piezas sin ayuda de nadie, hasta que su padre decidió que era hora de ponerlo bajo la tutela del profesor que le abrió los ojos -y los oídos- a la música de Listz, Chopin o Rachmaninov. Pero los sonidos que llegaban hasta las orejas del pequeño Jacob Gershovitz -como se llamaba antes de que le "desovietizaran" el nombre- cuando jugaba en las aceras eran otros bien distintos. El jazz, el ragtime o el blues flotaban por las calles y avenidas de una ciudad en la que a cada segundo nacía una nueva melodía, y la cabeza de este joven genio bullía como una olla a presión.
La prisa y la necesidad le hicieron abandonar sus estudios y comenzó a trabajar tocando en unos grandes almacenes canciones de moda para que los clientes se animaran a comprar los discos. Así se le fue colando el resto de la tradición popular musical del momento, curtiéndose diez horas al día en la interpretación de los temas de autores como Irving Berlin o Jerome Kern, sus principales precedentes. De ahí a componer sus propias baladas solo hubo un paso, o medio, en realidad siempre lo había estado haciendo.
A comienzos de los años veinte su música ya sonaba en los escenarios de Broadway y sus canciones se comenzaban a vender como rosquillas en los despachos del Tin Pan Alley. Interviniendo en los legendarios "George White´s Scandals" -una de las revistas más famosas del music hall del momento- logró colar algunos de sus temas en los principales puestos de popularidad. Ayudado por su hermano mayor en las letras, Ira y George Gershwin se convirtieron en poco tiempo en dueños de una fórmula de éxito infalible. Swanee (con la mítica interpretación de Al Jolson), Fascinating Rhythm, Oh, Lady be Good, Someone to Watch Over Me, Strke Up the Band, The Man I Love... ponían banda sonora a la década mientras los primeros shows del tándem cosechaban semejante éxito, algunos con argumentos no muy sustanciosos pero hilando un rosario de melodías pegadizas e inolvidables.
Pero a pesar del éxito relativamente fácil de estos trabajos, Gershwin nunca abandonó su pasión por la "música seria", componiendo más de un ciento de piezas para piano, dos óperas (Blue Monday y la que se considera su obra magna Porgy and Bess) y varios conciertos orquestales entre los que sobresale su pieza más emblemática, Rhapsody in Blue (1924). Si a esto le añadimos su aterrizaje en Hollywood, la adaptación de algunas de sus obras al cine -destacando la traslación de una de sus más gloriosas creaciones, An American in Paris o un musical tan delicioso como Funny Face-, el autor bien podría haberse sentido satisfecho de su extensa e intensa obra, aunque solo fuera un poco. Pero no fue el caso, la frustración por no haber conseguido la consideración de compositor clásico amargó los últimos años de su corta existencia.
Con la intención de liberarse de la fama de autor de shows de moda, Gershwin viajó a París en 1928 dispuesto a beber en las fuentes de los maestros de verdad. Es conocida la anécdota protagonizada por Maurice Ravel (aunque algunos la atribuyen a Schoenberg) el cual, ante la insistencia de ponerse a su amparo y empaparse de sus influencias lo rechazó argumentando que era preferible tener un Gershwin de primera categoría que un Ravel de segunda. Pero para los puristas de la época, integrar ritmos modernos en composiciones sinfónicas o introducir instrumentos jazzísticos (hasta bocinas de coche llegó a usar en Un americano en París) representaba una amenaza para sus principios academicistas, y se lo hicieron saber en más de una ocasión mediante críticas no demasiado alentadoras.
Significativo es el caso de la ópera basada en la novela de DuBose Heyward Porgy estrenada en 1935 como Porgy and Bess. Lo que hoy es un hito con mayúsculas, en aquel contexto no fue del todo entendida al confundir a un público y unos críticos que no sabían cómo etiquetar aquella extraña y arriesgada pieza. Ritmos africanos, himnos espirituales, jazz sureño y nanas tradicionales se enredaban con oberturas e interludios exuberantes acompañando a un argumento que es de todo menos fácil, plagado de sexo, adulterio, violencia, racismo y drogadicción. Lástima que su autor muriera solo dos años después del estreno de su obra maestra, no tuvo tiempo de leer los titulares que de verdad merecía. En fin, suele pasar.
Sus últimos años -nadie imaginó que fueran a ser los últimos- los pasó sentado en el diván de su psicoanalista tratando de lidiar con sus complejos y frustraciones, intentando entender por qué no podía ser feliz si lo había conseguido todo en la vida. Pero Gershwin era un personaje triste, huidizo, solitario, un hombre que optó por la soltería porque solo toleraba la compañía de sus familiares más cercanos, su hermano Ira en particular, con el que escribió las mejores páginas de su carrera. Una sombra gris e insignificante que solo brillaba al escribir o interpretar.
Embraceable You, Let´s Call the Whole Thing Off, Our Love is Here to Stay, They Can´t Take That Away From Me, He Loves and She Loves, I Got Rhythm, My One and Only... cómo alguien que ha producido tanta felicidad puede sentirse tan desgraciado, cómo alguien que ha escrito tanto sobre el amor y el romance puede acabar tan solo en la vida...
En el verano de 1937, mientras vivía en Los Angeles implicado en la producción de una nueva película musical, murió a consecuencia de un fulminante tumor cerebral. Los críticos -tal vez los mismos que antes lo cuestionaban- describían su pérdida como una desgracia para la música y la cultura norteamericana, con solo 38 años y la mitad de una vida y una obra por delante... ¿Te imaginas qué habría sido de la música si hubiera muerto con ochenta?
Ya sé que no es demasiado original subtitular este artículo con el nombre de uno de sus temas más conocidos, soy consciente de ello. Pero no me he podido resistir porque creo que define a la perfección lo que siento al escuchar sus canciones, en especial las que hablan de la euforia del amor, como ésta, una balada tan sencilla como la que bailaban Fred Astaire y Audrey Hepburn en medio de aquel jardín encantado. ¿Te acuerdas? ¿No parecían flotar? Pues así es exactamente como me siento cuando escucho una melodía de Gershwin. S´Wonderful, S´Marvellous...