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jueves, 29 de mayo de 2014

Music & lyrics



George Gershwin (´S Wonderful)

¿Por dónde empiezo? ¿Qué digo yo de este genio que no se haya dicho antes y mejor?
El mismo bloqueo que debe sentir el autor ante la partitura en blanco es el que sufre hoy este escritor aficionado. ¿Qué melodía? ¿Qué letra que la acompañe se me puede ocurrir que no haya sido ya tarareada por tantos y tantos?
Lo único que se me viene a la cabeza cuando pienso en Gershwin es... miento, me llegan cientos y cientos de imágenes y de sonidos, pero si tuviera que concentrarlos en uno...
no sé, tal vez sería esa ciudad en blanco y negro rasgada por el sonido del clarinete. Una rapsodia en azul melancólico que como el telón de un viejo teatro se levanta mostrándonos los edificios de Manhattan.
El puente de Queensboro, el ruido de las obras, los atascos de la mañana, la claridad de Washington Square, el bullicio de los mercados de Seaport, el sereno interior del Guggenheim, el Yankee Stadium, los tejados del Plaza, los luminosos de Times Square y Broadway... y un estallido de fuegos artificiales sobre los oscuros árboles de Central Park coincidiendo con la apoteosis final de la sinfonía.
Chapter One: he adored New York... 
George Gershwin adoraba Nueva York, y le rindió culto, y supo culminar la esencia compuesta entre todos aquellos músicos, poetas y cineastas que se afanaron en construir una imagen que ni el tiempo ni las modas conseguirán alterar jamás.
Hijo de inmigrantes judíos rusos -sus facciones no lo pueden negar- vino al mundo en 1898 con una partitura debajo del brazo y un par de manos ansiosas por pillar un piano. Aprendió solo a tocarlo como se las apañó para componer sus primeras piezas sin ayuda de nadie, hasta que su padre decidió que era hora de ponerlo bajo la tutela del profesor que le abrió los ojos -y los oídos- a la música de Listz, Chopin o Rachmaninov. Pero los sonidos que llegaban hasta las orejas del pequeño Jacob Gershovitz -como se llamaba antes de que le "desovietizaran" el nombre- cuando jugaba en las aceras eran otros bien distintos. El jazz, el ragtime o el blues flotaban por las calles y avenidas de una ciudad en la que a cada segundo nacía una nueva melodía, y la cabeza de este joven genio bullía como una olla a presión.
La prisa y la necesidad le hicieron abandonar sus estudios y comenzó a trabajar tocando en unos grandes almacenes canciones de moda para que los clientes se animaran a comprar los discos. Así se le fue colando el resto de la tradición popular musical del momento, curtiéndose diez horas al día en la interpretación de los temas de autores como Irving Berlin o Jerome Kern, sus principales precedentes. De ahí a componer sus propias baladas solo hubo un paso, o medio, en realidad siempre lo había estado haciendo.
A comienzos de los años veinte su música ya sonaba en los escenarios de Broadway y sus canciones se comenzaban a vender como rosquillas en los despachos del Tin Pan Alley. Interviniendo en los legendarios "George White´s Scandals" -una de las revistas más famosas del music hall del momento- logró colar algunos de sus temas en los principales puestos de popularidad. Ayudado por su hermano mayor en las letras, Ira y George Gershwin se convirtieron en poco tiempo en dueños de una fórmula de éxito infalible. Swanee (con la mítica interpretación de Al Jolson), Fascinating Rhythm, Oh, Lady be Good, Someone to Watch Over Me, Strke Up the Band, The Man I Love... ponían banda sonora a la década mientras los primeros shows del tándem cosechaban semejante éxito, algunos con argumentos no muy sustanciosos pero hilando un rosario de melodías pegadizas e inolvidables.    
Pero a pesar del éxito relativamente fácil de estos trabajos, Gershwin nunca abandonó su pasión por la "música seria", componiendo más de un ciento de piezas para piano, dos óperas (Blue Monday  y la que se considera su obra magna Porgy and Bess) y varios conciertos orquestales entre los que sobresale su pieza más emblemática, Rhapsody in Blue (1924). Si a esto le añadimos su aterrizaje en Hollywood, la adaptación de algunas de sus obras al cine -destacando la traslación de una de sus más gloriosas creaciones, An American in Paris o un musical tan delicioso como Funny Face-, el autor bien podría haberse sentido satisfecho de su extensa e intensa obra, aunque solo fuera un poco. Pero no fue el caso, la frustración por no haber conseguido la consideración de compositor clásico amargó los últimos años de su corta existencia.
Con la intención de liberarse de la fama de autor de shows de moda, Gershwin viajó a París en 1928 dispuesto a beber en las fuentes de los maestros de verdad. Es conocida la anécdota protagonizada por Maurice Ravel (aunque algunos la atribuyen a Schoenberg) el cual, ante la insistencia de ponerse a su amparo y empaparse de sus influencias lo rechazó argumentando que era preferible tener un Gershwin de primera categoría que un Ravel de segunda. Pero para los puristas de la época, integrar ritmos modernos en composiciones sinfónicas o introducir instrumentos jazzísticos (hasta bocinas de coche llegó a usar en Un americano en París) representaba una amenaza para sus principios academicistas, y se lo hicieron saber en más de una ocasión mediante críticas no demasiado alentadoras.
Significativo es el caso de la ópera basada en la novela de DuBose Heyward Porgy estrenada en 1935 como Porgy and Bess. Lo que hoy es un hito con mayúsculas, en aquel contexto no fue del todo entendida al confundir a un público y unos críticos que no sabían cómo etiquetar aquella extraña y arriesgada pieza. Ritmos africanos, himnos espirituales, jazz sureño y nanas tradicionales se enredaban con oberturas e interludios exuberantes acompañando a un argumento que es de todo menos fácil, plagado de sexo, adulterio, violencia, racismo y drogadicción. Lástima que su autor muriera solo dos años después del estreno de su obra maestra, no tuvo tiempo de leer los titulares que de verdad merecía. En fin, suele pasar.
Sus últimos años -nadie imaginó que fueran a ser los últimos- los pasó sentado en el diván de su psicoanalista tratando de lidiar con sus complejos y frustraciones, intentando entender por qué no podía ser feliz si lo había conseguido todo en la vida. Pero Gershwin era un personaje triste, huidizo, solitario, un hombre que optó por la soltería porque solo toleraba la compañía de sus familiares más cercanos, su hermano Ira en particular, con el que escribió las mejores páginas de su carrera. Una sombra gris e insignificante que solo brillaba al escribir o interpretar.
Embraceable You, Let´s Call the Whole Thing Off, Our Love is Here to Stay, They Can´t Take That Away From Me, He Loves and She Loves, I Got Rhythm, My One and Only... cómo alguien que ha producido tanta felicidad puede sentirse tan desgraciado, cómo alguien que ha escrito tanto sobre el amor y el romance puede acabar tan solo en la vida...
En el verano de 1937, mientras vivía en Los Angeles implicado en la producción de una nueva película musical, murió a consecuencia de un fulminante tumor cerebral. Los críticos -tal vez los mismos que antes lo cuestionaban- describían su pérdida como una desgracia para la música y la cultura norteamericana, con solo 38 años y la mitad de una vida y una obra por delante... ¿Te imaginas qué habría sido de la música si hubiera muerto con ochenta?
Ya sé que no es demasiado original subtitular este artículo con el nombre de uno de sus temas más conocidos, soy consciente de ello. Pero no me he podido resistir porque creo que define a la perfección lo que siento al escuchar sus canciones, en especial las que hablan de la euforia del amor, como ésta, una balada tan sencilla como la que bailaban Fred Astaire y Audrey Hepburn en medio de aquel jardín encantado. ¿Te acuerdas? ¿No parecían flotar? Pues así es exactamente como me siento cuando escucho una melodía de Gershwin. S´Wonderful, S´Marvellous...      
         
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

jueves, 15 de mayo de 2014

Qué fue primero?






Querida tía Mame (Open a new window)




Patrick Dennis no existe. Ya quisiera él. Ya quisiéramos todos habernos llamado así, haber tenido semejantes experiencias vitales, haber heredado la fortuna que heredó y que esa fortuna -así como su guardia y custodia- hubiera tenido que ser administrada por su única pariente viva. La extravagante, seductora, sofisticada, inconsciente, vitalista, valiente, temeraria, divertida, excéntrica, aventurera y encantadora tía Mame!
Siento decirlo, pero ese chico de diez años con sus bombachos y su trompeta desafinada solo existía en la imaginación de Edward Everett Tanner III, un escritor de Chicago que decidió ocultar su verdadera identidad tras el nombre del protagonista de su novela más famosa. Aunque tenemos que decir que la vida del propio Edward no debió ser mucho menos interesante que la de su alter ego.
Así como su dicotómico nombre, su vida también se dividía en dos: la del exitoso autor, amante y respetado esposo y padre de clase acomodada, y la del travieso bisexual amante de las juergas extremas y las aventuras al límite. Todo un personaje que no solo se ocultó tras dicho seudónimo, también firmó alguna novela con la identidad femenina de Virginia Rowans. No se puede negar que elegía alias con glamour.
A pesar de haber publicado uno de los mayores bestsellers norteamericanos, Auntie Mame, an irreverent escapade (1955) así como otras obras de semejante acogida como su secuela, Around the world with Auntie Mame (1958), Edward o Patrick, como prefiráis -que asimismo fue autor de la pieza que inspiró el célebre musical Little Me sobre la vida de su querida y vieja amiga Belle Poitrine- también probó el amargo sabor de la decadencia. Cuando ya nadie recordaba sus éxitos el banco sí le recordaba sus deudas, y como la mismísima tía Mame no tuvo más remedio que cambiar de vida y abaratar los costes de su lujuriosa existencia. Así se convirtió en mayordomo de un millonario en los años setenta -ocupación tras la que se volvió a agazapar bajo un nuevo seudónimo- y en los últimos años de su azarosa vida, y antes de morir prematuramente por un inoportuno cáncer de páncreas, se le vio entregado a la causa gay en el Village del Nueva York de la era hippy. ¿Es que nadie piensa escribir una novela sobre la vida de este personaje?
No sabemos si alguna vez alguien lo hará, pero lo que sí sabemos es que a los meses de la publicación de su bestseller La Tía Mame se convirtió en obra de teatro, y un par de años después y tras el éxito de ésta, la Warner Bross compró los derechos para llevarla al cine con Rosalind Russell como protagonista, que continuó extendiendo la fama de esta divertida historia.
En 1962 otra de las novelas de Dennis, la citada Little Me, se adaptaba a un musical con partitura de Cy Coleman y dirección de Bob Fosse protagonizado por Sid Caesar, y tal vez esa fue la mecha que encendió la idea de los productores de hacer lo propio con las aventuras de la frívola tía y su simpático sobrino.
Los autores Jerome Lawrence and Robert Edwin Lee se pusieron manos a la obra para escribir el libreto, mientras que un joven compositor llamado Jerry Herman se encargaría de la partitura. Haber cosechado uno de los mayores éxitos de Broadway dos años antes con Hello Dolly lo acreditaba como el perfecto padre para las músicas y letras que acompañarían las aventuras de esta otra heroína.  En principio se pensó en una figura consagrada como Mary Martin para asumir el papel principal, también se barajó la posibilidad de que lo hiciera Judy Garland, pero nadie daba un dólar porque la diva se presentara puntual y sobria a cada función. Así que tras muchas deliberaciones, el que en un principio iba a llamarse My best girl se estrenó en 1966 como Mame protagonizado por una actriz británica más conocida en el cine pero que ya había dado sus primeros pasos en el teatro musical, aunque con uno de los mayores fracasos de aquel momento. Tras el fiasco de Anyone can whistle, de Stephen Sondheim, Angela Lansbury pensaba que su carrera musical llegaba a su fin, y sin embargo no hacía más que empezar. Literalmente Mame abrió una nueva ventana -o mejor un arco de triunfo- en la vida de la actriz, que a partir de ese momento no se volvió a bajar del escenario, su gran y principal pasión. Aunque la llamaran mucho el cine y la televisión (no podemos olvidarnos de su popularísima Mrs. Fletcher de Se ha escrito un crimen) en su futuro, y gracias a aquella locuela con el pelo a lo garçon, la esperarían papelones del nivel de la Mama Rose de Gypsy o la Mrs. Lovett de Sweeney Todd.
Así que con una historia tan divertida y colorista, con unas canciones de primera categoría al mejor estilo Herman, con la Lansbury encabezando póster, con secundarios de lujo como la desternillante Beatrice Arthur (Vera Charles, para muchos el mejor personaje de la función) y con un vestuario, escenografía y coreografías de lujo total, el show se situó en el pódium de la comedia musical de la década de los sesenta. Es fácil imaginar que el paso siguiente tenía que ser su viaje de vuelta a la gran pantalla, esta vez en clave musical.
Ocho años después del estreno en Nueva York y tras prolongar su éxito en Londres (con Ginger Rogers en una de sus últimas apariciones en escena) el mismo director, Gene Saks, se encargó de llevar al cine esta pieza que, aunque tuvo gran acogida en su momento, jamás llegó a igualar la del musical. Y aunque cueste creerlo, en cierto modo fue culpa de la elección de la protagonista. Lo que suele suceder, aunque Angela Lansbury ya tenía experiencia de sobra en el cine, el estudio puso como condición para hacer esta costosísima película que la protagonizara una estrella de las grandes.
Fue entonces cuando apareció Mame, perdón, Lucille Ball, con su voz cazallera, con un filtro que casi impedía ver sus ya maduros rasgos pero con un encanto y una gracia que nadie más que la pelirroja podía dar al personaje en la gran pantalla. A su lado el magnífico Robert Preston (Victor/Victoria, The Music Man) como su esposo el multimillonario sureño Beauregard Jackson Pickett Burnside, y de nuevo Bea Arthur repitiendo el papel de la legendaria actriz de imposible- y falso- acento británico Vera Charles. La química que había en la pantalla entre la Lansbury y la Arthur se trasladó a la perfección al cine protagonizando ambas algunos de los mejores momentos de la cinta. Ese "Bosom buddies" (Amigas inseparables) es uno de los números más divertidos del show así como una de las escenas más desternillantes de la película, sin desdeñar para nada el catastrófico debut en el teatro con la pobre Mame colgada de una luna de cartón sobre el escenario.
Y no te cuento más, corre a verla, porque aunque no se pueda considerar una de las mejores películas musicales -y me duele en el alma admitirlo- conserva toda la gracia, el encanto y el joie de vivre que debe tener una comedia musical como dios manda, de esas que cuando acaban queremos ponernos a bailar por paredes y techos emulando a nuestro adorado Astaire. De esas que nos insuflan ganas de vivir, de abrir nuevas ventanas y puertas, de celebrar fiestas solo por ser hoy y estar aquí, de recorrer el mundo sin un centavo y de reírnos de nuestra sombra y de la de todos los demás. Y eso, queridos míos, tal y como están las cosas, sencillamente ¡no tiene precio!