My fair Broadway!
En plena década de los 50 todo llegó a su culmen. Aquellos años de resentimiento de entre guerra y guerra, las crisis bursátiles superadas y alejados -aunque no olvidados- los fantasmas del exterminio judío -no olvidemos que la mayor parte de los actores, compositores o directores habían sufrido directa o indirectamente esta tragedia-, el mundo del espectáculo gozaba de una excelente salud y una envidiable energía. Sacudiendo los viejos traumas a ritmo de claqué, aunque las procesiones deambularan por dentro, la imagen de Broadway ya estaba forjada en oro macizo.
La variedad en las opciones fue la clave del éxito de esta fórmula, y ahora más que nunca empezarían a solaparse productos frívolos y desenfadados con obras más profundas y sesudas. The pajama game y The threepenny opera se estrenaban con solo unos meses de diferencia y ambas con tremendo éxito. Obras "para todos los públicos", y nunca mejor dicho.
Peter Pan, House of flowers, The boy friend, Kismet, Silk stockings... La oferta de esta primera mitad de la década se presentaba rica y colorida, y la audiencia (a no más de veinte dólares la butaca) se rendía de modo incondicional a las diferentes propuestas.
Uno de los éxitos indiscutibles de este momento fue un original show basado libremente en el mito de Fausto titulado Damn Yankees (Malditos Yanquees) y que apostaba por una combinación irresistible para el público americano, el béisbol y el musical. Un nuevo productor, Harold Prince, se rodeó de un nuevo coreógrafo, Bob Fosse y de una joven pero ya curtida actriz y bailarina llamada Gwen Verdon.
Asistimos a uno de los grandes hitos del género y la alineación de varios astros sin los cuales el mundo del espectáculo nunca habría llegado a ser lo que fue.
Ese mismo año, 1955, y muy cerca del teatro donde se estrenaba con gran éxito la función de la diablesa y el bateador, se empezaba a ensayar el que sería el mayor musical de su tiempo y una obra cumbre del teatro y del cine universal, My fair lady.
Desde 1942, cuando comenzaba la colaboración entre el letrista Alan Jay Lerner y el músico austriaco Frederick Loewe, este último ya había anunciado que algún día escribiría "el mejor musical de la historia". Y trece años después lo logró. Más de una década les llevó construir el guión -basado libremente en la obra Pygmalion de Bernard Shaw-, componer las canciones y diseñar la que fue la producción más cara hasta entonces. Aparte de elegir escrupulosamente el reparto, uno de los más acertados hasta la fecha, por cierto.
A pesar de las reticencias que Rex Harrison mostró a cantar -en realidad más que cantar recitaba, ¡pero cómo recitaba!-, a pesar de que la elegida para el papel de Eliza Doolittle aún tenía poca experiencia sobre las tablas y a pesar de la diferencia de edad entre los protagonistas, el público cayó rendido ante esta atípica historia de amor. Una historia de amor que, por cierto, no figuraba así en el texto original, pero claro, el ingrediente que faltaba a esa maravillosa fábula era un final tan potente como el que Jay Lerner ideó: Eliza, ¿dónde demonios están mis zapatillas?
La vida de la novata que hizo de Eliza -solo había actuado antes en The Boy Friend- cambió por completo la noche del estreno, para ser más exactos justo al terminar de cantar ese I could have danced all night que puso de pie al respetable y sacó del teatro a algunos críticos que corrieron a escribir sobre ella. Sobre Julie Andrews, la última estrella del musical que acababa de nacer en ese preciso -y precioso- instante.
Y es que además de una irresistible pareja de actores, My fair lady lo tenía todo. Un relato divertido y romántico, un vestuario espectacular (obra de Cecil Beaton), unos decorados de ensueño y sobre todo una partitura inolvidable. Ya lo vaticinó su autor, el mejor musical hasta la fecha. Seis años de permanencia en cartelera y todos los premios habidos y por haber refrendaron la historia de la pobre florista que se convierte en bella dama, ¿hay algo que le pueda llegar más al público estadounidense? Por muy "british" que fuera el ambiente de la obra, estaba claro que trataba sobre el eterno sueño americano, y eso siempre se premia.
En pleno bombazo de este musical, una ya veterana Mary Martin (la actriz en la que primero se pensó para el papel de Eliza, por cierto) pidió a sus amigos Richard Rodgers y Oscar Hammerstein que escribieran un par de canciones para una función que estaban montando sobre la heroína austriaca Maria von Trapp. Se trataba de una obra de teatro no musical en la que se iban a incorporar algunos temas originales de la famosa familia de cantarines, y querían introducir también alguna composición original. Pero cuando los autores vieron lo que tenían entre manos descubrieron el filón para un nuevo show que olía a éxito por todas partes, The Sound of Music.
Corría 1957 cuando se puso en marcha el proyecto que fue estrenado en Broadway dos años más tarde. En aquellos momentos uno de sus creadores, Oscar Hammerstein, se encontraba gravemente enfermo y a duras penas pudo finalizar las letras de una de sus piezas más importantes. Durante las sesiones previas al estreno decidieron incorporar un nuevo tema al score, Edelweiss, con la intención de hacer algo más lucido el personaje del patriarca de la familia. Y esa fue la última canción que escribieron tras diecisiete años de trabajo mano a mano, una canción que habla de cómo nada muere, como todo renace igual que aquellas flores de la montaña. Y nada más acertado, porque si hay melodías que jamás podrán morir son las que crearon juntos estos dos genios del teatro musical.
Cuando finalmente falleció en 1960, The Sound of Music se convertía en un éxito con muy pocos precedentes, a pesar de que la crítica lo había tildado de excesivamente dulzón y sensiblero. Aquel 23 de agosto las marquesinas de los teatros de Londres bajaron su intensidad durante un rato, pero las de Nueva York se apagaron por completo y dejaron en total oscuridad algunos de los luminosos que ellos mismos habían encendido años atrás. The King and I, Oklahoma, South Pacific, Carousel... Todos a oscuras, todos de luto por el hombre que inventó las más hermosas palabras jamás cantadas.
Hammerstein se fue con una década única en la historia de Broadway, una etapa que jamás se volvería a repetir. Llegarían otros tiempos de gloria, sin duda, pero las nuevas flores de la montaña ya no serían iguales a las de antes.