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miércoles, 20 de mayo de 2015

Another opening, another show! (Una historia de Broadway 11)




Something great is coming!

Okay by me in America, everything free in America, for a small fee in America...

Imagínate la escena. El Wallgreens Drugstore de la Calle 42 con Times Square. Una mañana cualquiera de 1956. Bullicio de clientes pidiendo donuts o bagels y camareras de uniforme rellenando tazas de café. En el jukebox un tema de Perry Como, y en aquella mesa del fondo -una de esas tipo "diner americano", de las que están ancladas a la pared- dos amigos comen su sandwich de bacon, lechuga y tomate mientras hablan de teatro. Aún no saben que están a punto de hacer algo grande en el mundo del espectáculo.
A través del escaparate se adivinan los pósters de Bells are ringing, CandideThe most happy fella o My fair lady (este último en tamaño gigante), que empapelan una ciudad cada vez más cargada de arte y de polución. Se acaban los años cincuenta en un país pletórico de éxito que lava su ropa sucia a base de diversión para todos los públicos, que derrite la escarcha de la Guerra Fría al calor de un millón de focos encendidos. Los que cada noche -y un par de matinés a la semana- iluminan los rostros de Ray Walston, Rex Harrison, Gwen Verdon, Don Ameche, Pearl Bailey, Judy Holliday o Julie Andrews. ¿No es mal reparto para un buen show verdad?

El musical americano gozaba de una salud de acero y del favor de una audiencia entregada que demandaba argumentos cada vez más variados y complejos. Ya no se conformarían fácilmente con historias insustanciales al servicio de melodías pegadizas y bailes efectistas, no, ahora los autores tendrían que emplearse a fondo en ofrecer propuestas más genuinas a un público que iba adquiriendo más nivel intelectual.
A finales de los años cincuenta se experimentó una renovación temática en el teatro musical que no hacía sino anticipar la revolución que llegaría con la siguiente década. Los planteamientos, la estética, la música y hasta la forma de cantar y actuar evolucionaban hacia algo diferente, algo que empezaba a cambiar al ritmo del cambio social que estaba a punto de llegar. Something great is coming!

Los dos tipos del bar eran un joven ayudante de escena y un letrista que también quería ser músico. Harold Prince y Stephen Sondheim discutiendo sobre el enfoque que iban a darle a una nueva obra basada en Romeo y Julieta y que parecía estar a punto de caerse con todo el equipo. Un equipo formado por Arthur Laurents, Leonard Bernstein y Jerome Robbins, que por mucho prestigio que ya pudieran tener no estaban libres de errar en el que sería uno de los proyectos más novedosos del género hasta la fecha.
La original idea partió de éste último casi una década antes, cuando tras salir de una función del clásico de Shakespeare no paraba de visualizar a Montescos y Capuletos bailando a ritmo de jazz. Pero ahora no se trataría de dos nobles familias veronesas enfrentadas desde siglos, sino de una joven judía ortodoxa enamorada del hijo de unos católicos irlandeses -y antisemitas, para más inri- en el Nueva York contemporáneo. Ahí es nada.

Por distintas razones -casi todas cercanas a la dichosa corrección política- se optó por suavizar el conflicto cambiándolo por el de dos bandas callejeras -los Jets y los Sharks- y el amor imposible entre el rubio caucasiano de toda la vida y la bonita inmigrante puertorriqueña, Tony y María (el más bello sonido que jamás oí). Con el cambio se perdía algo de intensidad dramática, claro, pero se ganaba la mejor fusión entre ritmos latinos y norteamericanos jamás vista sobre un escenario. Y a Robbins le compensó la cantidad de posibilidades coreográficas que la mezcla traería consigo.

West Side Story (un acierto desde el propio título) no fue un éxito instantáneo, no. Le sucedió como a las grandes obras de arte de la historia, casi siempre comprendidas mucho después de su creación. Y es que nunca antes se había hecho algo así en Broadway, una especie de ópera en clave de mambo y swing en la que la música y el baile arrastran la acción de un modo vertiginoso hasta el trágico final. Un argumento cargado de crítica social, lleno de prejuicios y violencia que no dice nada demasiado alentador sobre el paisanaje norteamericano de aquel momento... Ya hemos dicho que a fines de los cincuenta hubo cierta renovación, pero no tanta en realidad.

La crítica y el público se reservaron de encumbrar o hundir este show durante las primeras semanas en cartel, tiempo en el que otra propuesta mucho más complaciente se fue ganando el aplauso unánime del espectador medio, The Music Man. El enérgico y optimista espectáculo de Meredith Wilson se estrenaba solo tres meses después de la obra maestra de Bernstein y consiguió eclipsarla llevándose los principales premios de la temporada. Curioso que cuando años más tarde los dos shows se llevaron al cine, The Music Man de Morton Da Costa pasó sin pena ni gloria mientras que la superproducción de Robert Wise se convirtió en una de las películas más populares de todos los tiempos. Ironías del destino, pero ni el tirón de Robert Preston (el mismo Music Man de Broadway) ni el de una imprescindible Shirley Jones lograron salvar una cinta del cajón del olvido mientras que West Side Story -Amor sin barreras en Sudaméricaaún sigue poniendo los vellos de punta de quienes la ven.

El principiante Stephen Sondheim tuvo que sentirse abrumado al tener que poner letra a la partitura de quien se considera el Beethoven del teatro musical americano, un Bernstein que acababa de estrenar ese mismo año la opereta sobre el Cándido de Voltaire. Un autor consagrado e intocable que pone su confianza en alguien aún inexperto para hilar de forma sutil y magistral el verso y las notas en un trenzado perfecto que marcará un antes y un después en la música popular americana, y en el teatro claro. Un hito incontestable también en la perfecta conjunción entre la historia, las canciones y las coreografías, una filigrana firmada por Jerome Robbins que ha logrado fijarse de manera indeleble a nuestra memoria sensitiva. Calles desiertas de Nueva York, canchas de baloncesto tomadas por un puñado de niñatos que chasquean sus dedos a ritmo de jazz, cuerpos jóvenes que empiezan a desplegarse conforme la música emerge...
Sin saberlo, aquellos dos amigos tomando café y sandwiches en el Wallgreens de la 42, charlando de teatro, arte, negocios o política, dibujando planes abstractos en un futuro incierto, rascando en el fondo de sus bolsillos para ver si juntaban para la propina de la camarera... sin ni siquiera imaginarlo en el más atrevido de sus sueños, estaban haciendo historia. Bueno, Historia, escrito así, con mayúscula.