La señora Mame Dennis decidió que ese año era preciso adelantar las navidades. Demasiados problemas, demasiada desilusión, demasiada depresión... we need a little christmas!
El billonario Oliver Warbucks tuvo la idea de recoger por navidad a una huérfana para lavar su imagen. Pero pronto se dio cuenta de que ella era ese "algo" que su exitosa vida aún no tenía ...something was missing.
A la secretaria Fran Kubelic la volvieron a dejar plantada una vez más, pero esta vez fue en medio de una fiesta navideña, lo que la hizo sentirse aún más abandonada. C.C.Baxter se dio cuenta de que su amada era a la vez la amante de su jefe al tropezarse con ese espejito roto. A lo lejos sonaba el bullicio del festejo, y su corazón también se rompió. It´s turkey lurkey time...
El prestamista Ebenezer Scrooge fue consciente de su mísera vida cuando se le aparecieron los fantasmas de las navidades del pasado, del presente y del futuro. La fortuna que había atesorado durante su existencia era similar a la amargura y a la soledad acumuladas. I´ll begin again...
En la perfumería de Maraczek, en el centro de Budapest, los empleados corrían contra reloj al darse cuenta de que solo quedaban doce días para la navidad. Poco tiempo para vender toda la mercancía, y menos aún para resolver todo el enredo amoroso de esa tienda a la vuelta de la esquina. Tonight at eight...
La fiesta de fin de año que se iba a celebrar en aquella destartalada mansión iba a ser mucho más íntima de lo que Joe Gillis esperaba. Norma Desmond lo tenía todo preparado para tener un año perfecto, pero... Happy year darling...
Las hermanas March se despertaron hambrientas la mañana de navidad en que sus conciencias les hicieron apiadarse de los vecinos más pobres. Ese fue el principio de un rosario de privaciones y sacrificios en sus despreocupadas vidas. Christmas will exceed our finest dreams...
Mark Cohen comenzó a rodar un documental sobre sus amigos la víspera de navidad. Pero lo tuvo que interrumpir al irse la luz del viejo edificio. Artistas y bohemios en una ciudad fría y dura tratando de encontrar un poco de amor y un poco de dinero para pagar el alquiler. How about love?
Y el arte, como de costumbre, imitando a la vida... Y la vida al arte. Planteamiento, nudo y desenlace. Nacemos solos, morimos solos, pero entre tanto y tanto cuánto esfuerzo por no estarlo, por no sentir la soledad. Y llega la navidad y todo se engrandece, las luminarias alumbran lo bueno y lo malo. Y las canciones lo envuelven todo para que no oigamos lo que no queremos oir. Jingle all the waaaay...
En los musicales clásicos siempre hay pobres que acaban ricos, feas que acaban bellas, tristes que acaban felices, malos que acaban buenos, y solitarios que acaban acompañados (ever after). ¿Por qué no puede ser así en la vida real? ¿Por qué nuestra existencia no tendrá un primer acto en el que las complicaciones acaben resolviéndose al final del segundo? ¿O tal vez sí?
Os dejo con todas estas preguntas sin respuesta -pero con música- y con mi sincero deseo de felicidad para hoy y para siempre.
Gracias por leerme y por acompañarme. Feliz white, turkey lurkey, new deal, loving, dreaming and merry little christmas for everyone!
En 1960 Alan Jay Lerner y Frederick Loewe eran la pareja del momento en Broadway. Se lo habían ganado cuatro años antes, cuando estrenaron su adaptación del Pigmalión, nuestra adorada My Fair Lady. La función llevaba más de 2.700 representacionesy sus protagonistas, un Rex Harrison que apenas había cantado con una orquesta y una casi debutanteJulie Andrews, habían quedado para siempre tocados con la varita mágica del éxito.
Ahora tocaba hacer otra cosa, y si antes habían dirigido su interés hacia esa Inglaterra victoriana y clasista que el socialista George Bernard Shawcriticaba, ahora se adentrarían en el venerado ciclo artúrico.
Al menos desde el siglo XII recorren Europa las leyendas recogidas por Chrétien de Troyes sobre ese Arturo que fue educado por el mago Merlín, se convirtió en rey de Inglaterra tras sacar la espada clavada en la roca, se casó con la hermosa Ginebra, reunió a los más nobles caballeros alrededor de su Tabla Redonda, y finalmente fue vencido por la pasión entre su esposa y su amigo Lancelot, pero también por la ambición de su hijo Mordred.
En el siglo XIX la Inglaterra que se adentraba en la industrialización volvió sus ojos hacia estas historias de un Medievo idealizado: los edificios públicos se construían en estilo neo-gótico, la hermandad prerrafaelita reivindicaba en sus cuadros, tapices y vidrieras un mundo noble e idílico donde los caballeros y las damas se conducían con el honor y la virtud que caracterizaban a la sociedad victoriana, y la Tabla Redonda era la precursora del nobilísimo Parlamento Británico. Lord Tennyson había escrito desde 1856su serie de poemas sobre Arturo, “Los Idilios del Rey”, y el bestseller de la época, Mark Twain, había fantaseado sobre el comportamiento de un yanqui en la corte del Rey Arturo.
La base de la obra musical fue sin embargo una novela de T.H. White publicada en 1938,“The Once and Future King”. De las cabezas de Lerner y Loewe fueron saliendo canciones inolvidables. Al principio, en la canción cuya melodía asociamos inmediatamente (Camelot), Arturo le cuenta a Ginebra cómo todo allí es perfecto, hasta el clima. Luego llega Lancelot y en el hermoso mes de mayo (The lusty month of May) celebran una fiesta en el campo. Inevitablemente, Lance y Ginebra se enamoran, y él no podrá nunca dejarla (If ever I would leave you).
Bajo la dirección de Moss Hart, quien también había dirigido My Fair Lady, se estrenó en el Majestic Theatre el 3 de diciembre de 1960. Julie Andrews siguió ascendiendo peldaños en la escala social: de florista a dama, y de dama a reina Ginebra. Para el papel de Arturo confiaron de nuevo en un actor con escaso pedigrí de cantante, pero con un carisma arrollador, Richard Burton, y un desconocido Robert Goulet fue el encargado de interpretar al apuesto Lancelot.
La obra teatral no alcanzó el éxito de la anterior función del cuarteto Lerner-Loewe-Moss-Andrews, pero aún así ganó cuatro Tonys en 1961. Era el primer año de la administración Kennedy, y pareció tan evidente asociar los ideales del joven presidente católico irlandés con la mítica artúrica que desde entonces se conoce por Camelot al nuevo estilo que la joven pareja impuso en la Casa Blanca. Era inevitable que la obra pasara a la pantalla.
La Warner Bros de Jack L Warner fue la que produjo la película, estrenada en 1967. En la composición, el director Joshua Logan se inspiró en una serie de referentes pictóricos muy reconocibles, principalmente prerrafaelitas y modernistas. En cuanto a los actores, Richard Harris encarnó al Rey Arturo, Franco Nero (que fue doblado en las canciones) al apuesto Lancelot, y la adorable Vanessa Redgrave se convirtió en la mejor Guinevère que hayamos visto y oído jamás. La decisión fue polémica: se apostaba por la interpretación actoral, más que por la musical. El rodaje de los exteriores tuvo lugar en España, concretamente el castillo francés es el Alcázar de Segovia. La película consiguió 3 Oscars (dirección artística y de vestuario y adaptación musical, por Alfred Newman).
¿Por qué esta historia de Arturo y sus caballeros lleva tantos siglos perdurando en el subconsciente colectivo? Creo que es porque expresa cómo el ser humano es capaz de sobreponerse al caos y construir, en un momento estelar, una sociedad noble, bella, justa y pacífica, pero también cómo es capaz de dejarse llevar por pasiones y ambiciones, destruir en un instante todo lo conseguido, y provocar la vuelta al caos. El trío de estrellas protagonistas también pareció verse arrastrado por este destino. Richard Harris se hizo rico y famoso, pero también alcohólico, tras su paso por Camelot: sus borracheras con el mismo Richard Burton llegaron a ser legendarias. Vanessa Redgrave dejó a su marido, el director Anthony Richardson,que la había engañado con Jeanne Moreau, para llevar a la vida real su romance con Franco Nero. Tuvieron un hijo, pero se separaron dos años después.
Pero en verdad, lo que ha hecho perdurar a esta historia de Arturo y sus caballeros es su invocación a la esperanza: si lo logramos una vez ¿por qué no podemos repetirlo?. Para Richard Harris, la reposición de Camelot en Broadway en 1981 fue el inicio de una segunda carrera cuando ya las glorias de Cromwell o del Hombre llamado Caballo parecían olvidadas. Ha muerto siendo el profesor Dumbledore, no se me ocurre un mejor último papel para él.
Vanessa siguió logrando éxitos y envejeció con un porte y una elegancia que ninguna otra actriz ha conseguido. La tragedia llegó a su familia con el accidente que le costó la vida a su hija Natasha (la Sally Bowles del Cabaret de Sam Mendes de 1993), pero parece que Camelot también ha hecho un pequeño milagro, y cuarenta años despúes ha vuelto a compartir su vida con Franco Nero.
Al final de la leyenda se nos cuenta que Arturo no murió, sino que fue llevado a la isla de Avalon, donde duerme hasta que le llegue el momento de volver y restaurar la paz en Camelot. Según Sir Thomas Malory, en su epitafio está escrito: “HIC IACET ARTHURUS, REX QUONDAM REXQUE FUTURUS (Aquí yace Arturo, rey en otros tiempos y futuro rey)". Mucho han hecho las canciones del musical y las imágenes de la película para que sigamos esperando el despertar de su sueño.
Por alguna razón, Mr. Jim Tunesmith decidió cortar su apellido y dejarlo en Tune, a secas. Tune: melodía, copla, canción, tonada... Música y ritmo. Stay in tune, estar en sintonía, ir al compás... algo que este tejano desgarbado ya hacía desde el día en que nació. Al señor Tunesmith no le importó que su hijo Thomas James se quedara en Tommy. Tampoco le importó que dejara el fútbol o el beisbol para ingresar en la escuela de baile, o que dejara de caminar como los demás niños para trotar a ritmo de claqué por las calles de Wichita Falls, como un Billy Elliot cualquiera. Al contrario, en cada fiesta le hacía subirse a la mesa a exhibir su talento natural ante los parroquianos, henchido de orgullo y pleno de admiración por ese saco de huesos que era su hijo.
Patsy Swayze (madre del desaparecido Patrick) fue su primera maestra de danza, la que descubrió el verdadero calibre del don de este muchacho. En su humilde academia de Houston también fue consciente de su dificultad para ser bailarín clásico. Con dieciséis años ya medía más de dos metros de altura, un claro inconveniente para embutirse en mallas y hacer puntas al son de Tchaikovsky, así que no tuvo más remedio que cambiar los demi-plié por taconazos a ritmo sincopado. A fin de cuentas, lo que de verdad le gustaba desde pequeño era ver a Fred Astaire bailando por las paredes de aquel camarote o a Gene Kelly mano a mano -o mejor pie a pie- con el ratón Jerry.
Minutos después de graduarse ya tenía un billete a Nueva York, a probar suerte en los escenarios. Al abandonar el ballet se había empleado a fondo en la interpretación y el canto, lo que unido a sus cualidades como bailarín le abrió puertas con bastante facilidad. Pronto encontró empleo en Irma la Douce y de ahí saltó a Baker Street, un musical sobre Sherlock Holmes en el que consiguió su primer papelito con texto (el actor Christopher Walken también debutaba en este mismo show). Conocer a Michael Bennett (mucho antes de A Chorus Line) fue crucial en su carrera. Aunque fuera un rotundo fracaso, el musical A Joyful Noise le sirvió para observar a Bennett en acción y tener aún más claro que, además de actor o bailarín, su objetivo iba a ser convertirse en director y coreógrafo.
En 1969 interrumpió su trayectoria teatral para adentrarse en el mundo del cine. Por una serie de casualidades consiguió colarse en el cast de una de las películas musicales más ambiciosas de la historia, Hello Dolly! Para alguien como él, ser dirigido por Gene Kelly -y bailar junto a Barbra Streisand- suponía haber alcanzado su sueño. Pero aún había más, mucho más.
Su etapa en Hollywood se completó con una segunda película, The Boyfriend (Ken Russell, 1971) en la que coincidió con una estrella de la moda -y una más que solvente actriz y bailarina- de nombre Twiggy con la que volvería a compartir escenario años más tarde. El fracaso de esta película maldita -de la que se han borrado casi todas sus huellas- tal vez fue la señal que Tune necesitaba para regresar a Broadway. En Seesaw, un musical poco conocido de Cy Coleman, ya trabajó como co-coreógrafo además de actor. El número It´s not where you start, concebido e interpretado por él, se convirtió en el más popular del show, una auténtica marca de fábrica que combina su habilidad acrobática, su clase y su tremendo sentido del humor. Seesaw también fue el primero de una larga lista de Tonys (9), este como mejor secundario.
The best little whorehouse in Texas (1978) también le proporcionó gran reconocimiento, pero su consagración definitiva como director le llegó con Nine, la versión musical libérrima de Ocho y Medio de Fellini. Gracias a la conjunción de los talentos del compositor Maury Yeston con su más inspirada creación, el actor Raul Julia en absoluto estado de gracia y el toque sofisticado y pagano de Tune, este valiente show se convirtió en uno de los totems indiscutibles del teatro musical americano.
En 1983 se atrevió a dirigir, coreografiar e interpretar un megalómano homenaje a su autor favorito, George Gershwin, con la deliciosa My One and Only. Ese fue el reencuentro con su vieja amiga Twiggy, a la que puso a cantar y bailar en directo durante casi ochocientas funciones (y con la que aparece en la foto de cabecera). Una nominación al Tony a mejor actriz demuestra que era algo más que un icono de la moda sesentera. Y que estuvo muy bien dirigida por su colega, claro.
Otra osada adaptación a las tablas, la de la mítica película de Greta Garbo Gran Hotel (1932) se saldó con una ristra de premios entre los que estaban el de mejor director y coreografía de 1989. Al igual sucedió con The Will Rogers Follies, el mejor musical de 1991, en el que Tune volvió a hacer pleno al diez. El número del famoso showman y sus starlets en las escalinatas palmeando hasta la extenuación -de una precisión milimétrica- tan rematadamente complicado pero aparentemente fácil, merece un puesto de honor entre las coreografías únicas de Broadway, con permiso de Fosse y Robbins, naturalmente.
En estos días celebra su cincuenta aniversario sobre las tablas. Y lo hace actuando en el pequeño escenario de un prestigioso hotel neoyorkino, haciendo lo que mejor sabe, cantar, contar y bailar. El recital juega con las palabras "Taps, Tunes and Tall Tales" en su título, algo así como "cuentos de altura a golpe de tap y melodías". Y solo por eso ya dan ganas de ir a verlo ¿no?
Cuando el tiempo y las glorias pasan, cuando has batido records a los que nadie ha llegado (ser el único en ganar el Tony como director y coreógrafo en dos años consecutivos, por ejemplo, o ganar en cuatro categorías distintas el mismo año) lo mejor es comenzar a pensar en pequeño, para irse marchando -o quedando, porque en realidad no para- con la mayor dignidad posible.
Hoy pasa largas jornadas pintando en su loft de Manhattan, paseando a su perrita Lil' Shubert (hasta su mascota tiene nombre de teatro) y colaborando en la serie Arrested Development, en la que hace de hermano de Liza Minnelli. También trabaja en la producción de un musical sobre la mítica discoteca Studio 54, para el que está encontrando todos los obstáculos posibles, como podemos imaginar dada la coyuntura actual. Con 74 años, este "daddy long legs", como el personaje de su adorado Astaire, sigue teniendo el porte de un príncipe -o incluso una reina, ¿por qué no admitirlo?- de esos que ya casi no quedan. Contemplar su intacta sonrisa y su todavía atlética figura, nos hace creer en las estrellas y la misteriosa materia de la que están hechas.
Estamos en noviembre y empieza a hacer un frío inmisericorde, ¿qué tal si entramos en calor al golpe de taconazo contrachapado? ¿Apetece dar un paseo por las nubes y espantarlas a ritmo de tap? Visto el panorama creo que es lo mejor que podemos hacer, y aún más si contamos con la técnica, el ingenio y la gracia infinita de este larguirucho de Texas, the "One and Only" Tommy Tune!
La noche del 14 al 15 de abril de hace exactamente cien años, todos los sueños se hundieron. Desde el puerto de Southampton zarpó el barco más grande que se había construído hasta la fecha con rumbo a Nueva York, a un nuevo mundo. Entre los pasajeros de esta ciudad flotante había aristócratas que disfrutaban del primer transatlántico de gran lujo de la historia, hombres de negocios dispuestos a medrar y hacer fortuna durante la singladura. Jugadores, meretrices, aspirantes a una mejor posición social y económica, solteras buscando un buen partido. Obreros de tercera clase que huían de la miseria ansiando una vida mejor en la lejana América. Señoritas de compañía, cazadores de dotes, fulanas, abogados, delincuentes fugitivos, familias de clase media con ínfulas, arribistas, nuevos ricos y viejos pobres, joyas y harapos... Todos juntos -pero convenientemente separados- sobre una cáscara de nuez que decían era insumergible. La de ilusiones y esperanzas que puede arruinar un poco de hielo... Gracias al empeño del oceanógrafo Robert Ballard, el 1 de septiembre de 1985 fueron encontrados los restos del mítico barco cerca de la isla de Terranova, lo que supuso un gran acontecimiento mediático. La noticia del descubrimiento estalló alcanzando tanto a afectados -aún vivían algunos de los supervivientes- como a curiosos, entre los que se encontraba el compositor y musicólogo americano Maury Yeston. Una tarde se quedó mirando un programa de televisión sobre los restos del naufragio recién hallados -cascotes herrumbrosos y trozos de artefactos enredados con la fauna marina- y no pudo evitar ponerse a pensar en las personas que estuvieron allí aquella noche. En cómo cambiaron o acabaron sus vidas en unas pocas horas -qué casualidad- justo cuando creían que todo estaba a punto de cambiar. El elemento humano más que la catástrofe en sí, las vidas de los hombres y mujeres de distinta índole que sufrieron tamaña desgracia, fue lo que inspiró a este genio a escribir una partitura. Por aquellos entonces ya se habían hecho películas y documentales sobre el tema, y se habían grabado programas de radio y escrito libros, pero a nadie se le había ocurrido montar una obra musical. Parecía una locura, ¿y acaso no lo era? ¿Poner a cantar a una multitud mientras se ahoga?
A Yeston le impresionó la magnitud de los hechos, sí, pero sobre todo la ambición ilimitada del ser humano, la necesidad compulsiva de lograr éxito, fama y dinero a cualquier precio. Y eso lé inspiró. También le inspiró la convivencia segregada de tres niveles sociales, apartados por un simple número. Primera, segunda o tercera clase, cada una con sus propias expectativas, sus propios deseos y sus miedos. Y se puso manos a la obra. Peter Stone ya tenía algunos libretos célebres en su currículum (1776, Woman of the year, The Will Rogers Follies...), así que podía ser un valor seguro a la hora de montar una trama nada sencilla, ya que se vería obligado a trabajar con un enorme "ensemble" o grupo de personajes diversos, cada uno con su planteamiento, nudo y desenlace particular. Una pieza coral, con toda la complejidad que eso añade, sobre todo si hay que contar tantas historias en dos horas y media sin caer en la caricatura o la superficialidad y dejando espacio a un montón de temas musicales.
Eso era otro asunto nada simple. Trabajar en un registro musical clásico propio de principios del siglo XX, supuso un reto para el compositor, que hasta la fecha se había movido en conceptos más contemporáneos como los de Nine o Grand Hotel, dos de sus mejores creaciones. Pero su formación académica y su inclinación por las obras de Elgar o Vaughan Williams -ambos muy british por cierto, como pedía el argumento- le ayudaron a crear una de las piezas más bellas del teatro musical en las últimas décadas. Grandilocuente en los momentos apoteósicos (There she is, Godspeed Titanic...) pero íntimista y melancólica cuando el relato así lo requiere (The proposal, Still o esa maravilla titulada No moon). También se adentraba, claro está, en los nuevos ritmos de la época, el ragtime por ejemplo, con simpáticos y agudos temas como Doing the latest rag o Lady´s maid.
Pero el problema real de este montaje no tuvo relación con lo artístico sino con lo técnico. Una vez lograron convencer a los inversores de que la idea podía ser rentable -se acababa de estrenar la película de James Cameron, lo que podía servir para impulsar o hundir el proyecto- había que solucionar aspectos realmente complejos. ¿Cómo crear los decorados de un barco que comienza a naufragar al final del acto primero y se termina sumergiendo al término de la obra? De entrada no se pudo hacer lo habitual en los espectáculos de Broadway, estrenar antes en Boston o Filadelfia, no. La aparatosa, aunque a la vez simple y minimalista escenografía, no permitía ser trasladada de un teatro a otro. Así que se tuvo que asumir un riesgo sin demasiados precedentes: poner en marcha uno de los musicales más caros de la historia sin la oportunidad de mejorar -cambiar, añadir o suprimir- que da el rodaje previo por otras ciudades.
Muchos le vaticinaban un puesto destacado en la lista de fracasos más estruendosos de todos los tiempos. Pero no fue así. Un cast de lujo encabezado por actores de la talla de Michael Cerveris (Evita), Brian d'Arcy James (Smash) o Victoria Clark (The light in the piazza), una sólida y emocionante historia (mucho más interesante y seria que la de la película de Cameron, por cierto), unos números musicales excelentes e imaginativos y un montaje de una espectacularidad digna del mejor Broadway, hicieron que tanto críticos como público se acercaran al Lunt-Fontanne con deseos de dejarse llevar por esta fábula real y fantástica al mismo tiempo. Los vendedores de kleenex también hicieron su agosto a la entrada del teatro, y el montaje se exportó a Canadá, Holanda, Alemania, Japón y Australia. Cinco Tonys (mejor musical, partitura, libreto, escenografía y orquestación) y un total de más de ochocientas representaciones avaló el éxito de este show insólito y osado que tantos pensaban que se hundiría como el tristemente célebre buque.
Un auténtico hito en la historia de showbusiness y un sentido y grandioso homenaje a los pobres diablos que vieron como sus sueños y esperanzas se las tragaba un frío y oscuro océano. Tal vez aún queden pedazos de éstos en las profundidades, entre corales y algas, aguardando el momento de ser cumplidos.
Un grupo de jóvenes de la Universidad de Cornell reman en un lago. Otros corren o saltan obstáculos. Atléticos, sanos, ricos, despreocupados. Una chica judía reparte octavillas por el campus. Es invisible a los que pasan por su lado a pesar de sus voces de protesta. Aún tan ajenos a las tribulaciones del futuro, todo parece tan fácil, tan prometedor... Ríen por nada, se burlan de todo y brindan por la cándida adolescencia.
Memries... like the corners of my mind
Misty water-colored memories
Of the way we were
Scattered pictures,
Of the smiles we left behind
Smiles we gave to one another
For the way we were...
¿Cuántas veces se habrá escrito eso de que "la música se ha quedado huérfana"? No os preocupéis, yo no voy a hacerlo. No otra vez. Huérfanos ya hay bastantes en el musical, ¿verdad Annie? ¿Oliver? Y son tantos los que nos han dejado... Gershwin, Porter, Berlin, Rogers... Pobre música, tan bonita y siempre de luto.
La melodía que acompaña esos versos no necesita palabras para transmitir la nostalgia de un tiempo que no volverá. La evocación de los mejores años de la vida, el recuerdo nebuloso del divino tesoro de la juventud. ¿Se te ocurre una mejor banda sonora para este sentimiento?
Marvin Frederick Hamlisch se fue el pasado 6 de agosto siendo aún joven, aún componiendo canciones, dirigiendo orquestas, arreglando partituras. Murió con el mismo estilo con el que vivió una vida que comenzó hace sesenta y ocho años en la ciudad de Nueva York.
Este niño prodigio de ascendencia austríaca creció oyendo el acordeón de su padre. Tal vez esas fueron las primeras notas que llegaron a sus privilegiados oídos hasta que fue admitido en la Juilliard School con solo siete años. Piano, dirección, composición... años de estudio y de preparación de una de las carreras más prometedoras del panorama musical del momento.
Cosas del destino. A principios de 1964 el pianista acompañante de los ensayos de un nuevo show enfermó repentinamente y hubo que buscar a otro con urgencia. Así llegó Hamlisch a Broadway, así comenzó su carrera en el teatro musical y así conoció a la que sería su amiga del alma y su mayor inspiración artística. El show era Funny Girl, y la protagonista una novata de Brooklyn de nombre Barbra Joan Streisand. Ya nada les pudo separar.
Aparte de su indiscutible valía artística, está claro que el autor desarrolló la habilidad de estar en el sitio indicado en el momento oportuno, y roderarse de quienes le podrían dar el empujón necesario para adelantarse a la meta. Amenizando al piano una de las famosas fiestas del célebre productor San Spiegel, fue contratado para componer su primera banda sonora, El nadador (The Swimmer, 1968), con Burt Lancaster ¿la recuerdas?. El siguiente peldaño: otro judío neoyorkino, en este caso con gafas de pasta y un arsenal de ideas en su cabeza. Woody Allen contó con él para sus primeras películas (Toma el dinero y corre, Bananas...) y así le llegó la fama. Salvad el tigre, Tal como éramos, El golpe -una de las partituras más celebradas y premiadas de la historia del cine-, La espía que me amó, Gente corriente, La decisión de Sophie... Los grammys, oscars, emmys, golden globes y tonys se le fueron acumulando es su estantería. De hecho el compositor forma parte del selecto grupo de unas once personas que han logrado todos estos galardones (su amiga de Brooklyn es otra de ellas, claro). Parece que no había nada más alto que alcanzar.
Bueno, en realidad sí. La primera vez que Marvin Hamlisch coqueteo con la composición teatral consiguió crear el show más longevo en la historia de Broadway hasta entonces. A Chorus Line, en colaboración con el letrista Edward Kleban, le supuso su consagración en un registro totalmente diferente al cinematográfico. One, Nothing, What I did for love... son algunas de las canciones más interpretadas sobre un escenario. El Pulitzer, pocas veces otorgado a un autor de música ligera, también le llegó con esta obra.
They´re playing our song no tuvo tanto éxito como el anterior, pero se convirtió en un show de culto que relataba las aventuras y desventuras de su relación sentimental con la letrista Carole Bayer Sager, con quien el autor colaboró en múltiples ocasiones y que finalmente se casó con otro de los grandes, Burt Bacharach. Parece que le gustaba la música a la señora...
Después vinieron otras funciones de relativa calidad y éxito. Jean Seberg (un musical sobre la vida de la actriz que casi nadie vio) o Smile (sobre la película del mismo título, con una brevísima carrera), hasta que en 1993 estrenó The Goodbye Girl, basada en la obra de Neil Simon (de la que también se hizo una película con Richard Dreyfuss y Marsha Mason) y que le ayudó a remontar su currículum teatral. Los excelentes trabajos de Martin Short y Bernadette Peters fueron claves para lanzar esta pieza que le valió una nominación al Drama Desk Award.
En 2002 volvió al musical con otra espléndida creación, The Sweet Smell of Success, basado en una película de Tony Curtis y Burt Lancaster de 1957 sobre el oscuro mundo de la prensa sensacionalista. Esta fue la última vez que se puso al frente de un proyecto teatral, aunque poco antes de su muerte se encontraba en proceso de creación de un nuevo musical sobre la película de Jerry Lewis El profesor chiflado. ¿Lo veremos algún día? The informant (Steven Soderbergh, 2009) fue su última banda sonora para el cine.
Estatuillas y galardones aparte, pocos pueden presumir de haber tenido un funeral como el suyo. Más celebridades por metro cuadrado que en la mismísima alfombra roja, casi tantas viejas glorias presentando sus respetos como cuando murió Valentino, el actor se entiende. Y unos días después en un "sencillo" homenaje póstumo, dos de sus más fieles amigas, Liza Minnelli y Barbra Streisand, le cantaron, le lloraron e hicieron llorar mucho a los presentes. Y se repitió mucho el título de uno de sus temas más conocidos, Nobody does it better (007) para referirse a su don natural, a su arte. Yo hoy prefiero usar otra de sus baladas, What I did for love, porque sin amor por la música, el espectáculo, la poesía y la vida, seguramente el legado de este genio -y de otros muchos- no habría existido.
Algunos le consideran un autor de "música de ascensor". Puede ser, pero de un ascensor que te eleva, que se sale por la azotea y te lleva directamente hasta el cielo. Hasta ese cielo donde seguro le estaban esperando Gershwin, Porter, Berlin, Rogers...
A Jerry Herman le costó mucho tiempo superar la decepción por el fracaso de uno de sus musicales más queridos. Más que el tiempo, lo único que de verdad pudo curar las heridas del autor de Hello Dolly! fue su siguiente gran éxito, La Cage aux Folles, casi diez años después. Hasta entonces no se llegó a sacar la espinita de tan acariciado -y maltratado- proyecto.
Se atribuye a varios el haber inventado la fábrica de sueños. Los Hermanos Lumière, Georges Méliès, D.W. Griffith, Charles Chaplin... pero no hay que olvidarse de uno de los más grandes pioneros del cine, Mack Sennett. El rey de la comedia, el inventor del "slapstick" o películas en la que las caídas, los golpes, las carreras y las risas se sucedían de principio a fin. I wanna make the world laugh! era el lema del fundador de los estudios Keystone y una de las canciones más chispeantes del musical que hoy rescatamos.
Siempre que hablamos de heroínas del cine mudo nos vienen a la mente -sean vírgenes o vampiresas- Mary Pickford, Lillian Gish o Gloria Swanson, pero no mucha gente recuerda -o incluso conoce- la carrera de una de las primeras estrellas de verdad del celuloide, Mabel Normand. La novia de America, o una de ellas. Cuando Mabel conoció a Mack, su inexperiencia en el cine así como en la vida - a pesar de haber comenzado su carrera como modelo de fotógrafos y pintores bohemios- eran también su mayor atractivo. Ingenua y vivaracha, la Normand era la dama en apuros, la doncella acechada por el sátiro, la "buena" huyendo de los malos. La personificación de la heroína frente a toda suerte de tribulaciones, ya sean cómicas o trágicas.
Chaplin y Arbuckle la secundaban en los guiones que se producían como rosquillas, a película por semana, rodar, montar, estrenar y cobrar. Así hasta que el sonoro tuvo a bien acabar con la gallina de los huevos dorados. Pero Mabel no solo actuó ante las cámaras, también fue guionista, directora y productora de sus pripios filmes. Tal vez la primera mujer en asumir todas estas funciones. Una adelantada a su tiempo que fue también pionera en escándalos. La inocente muchacha acabó adicta a la cocaína e implicada en más de un oscuro caso de asesinato. Igual que Saturno, Hollywood también se alimentaba de sus retoños.
Pero lo que en realidad sucedió entre el director y la starlet nadie lo sabe, aunque se han hecho muchas conjeturas hasta convertir su tumultuosa relación en algo mítico. Romance, sexo, celos, sonadas broncas y reconciliaciones encadenadas aderezan la leyenda de este par de espíritus libres. Y la onda expansiva de este affair en blanco y negro -y a 16 fotogramas por segundo- llegó ¿cómo no? hasta los escenarios Broadway.
Todo comenzó cuando Edwin Lester (director de la Civic Light Opera de Los Angeles) se aficionó a rescatar viejas películas mudas. Su interés le llevó a investigar sobre las vidas de directores y productores hasta toparse con esta tórrida historia de amor. En cuanto compartió su idea con su amigo, el compositor Jerry Herman, la chispa saltó. El tema y el ambiente en el que se desarrollaba la trama eran para Herman inspiración en estado puro, así que se puso manos a la obra y en pocos días ya tenía un par de buenas canciones que ofrecer. ¿A quien? A los mejores. El productor David Merrick y el director Gower Champion (con quien ya había colaborado en Hello Dolly y en Carnival) se embarcaron en el proyecto no sin mostrar ciertas reservas. Parece que a ambos les resultaba un asunto demasiado visto, demasiado camp. Al fin y al cabo eran los 70 y Broadway tendía a modernizarse. Pero aún así la producción siguió adelante con el impulso que le dio la confirmación del actor que encarnaría a Sennett, el adorado Robert Preston (un auténtico ídolo del musical desde su Music Man). Con esa garantía las cosas empezaron a fluir de otra manera.
Encontrar a Mabel no fue tan fácil. Necesitaban una mezcla de inocencia y picardía, ternura y coraje, fuerza y vulnerabilidad... y además que se pareciera a la Normand y que cantara como los ángeles... Sin darse cuenta estaban conjugando las cualidades de una jovencita que aún no había triunfado pero que estaba demostrando con solvencia su talento. Bernadette Peters ya había hecho George M., Dames at Sea y la malograda La Strada (un punto negro para el currículum de cualquiera), vamos, que aún no había participado en un éxito de verdad. Aún así, en cuanto decidieron medirla con Preston estalló una química que no dejó lugar a dudas. Eran Mack y Mabel.
Herman, Champion, Merrick, Preston y Peters -¿podía haber mayor garantía?- estrenaron en California con críticas irregulares. Para algunos "un prodigio de frescura y talento", mientras que para otros era un espectáculo torpe y mil veces visto. A unos les parecía cursi y predecible, pero a otros les resultaba crudo y amargo, especialmente su final nada feliz. Y con estos precedentes se estrenó en el Majestic de Broadway el 6 de octubre de 1974 para cerrar el 30 de noviembre siguiente. La falta de apoyo por parte de sus productores precipitó el fracaso de una función que por desconocimiento fue tratada injustamente. Una pobre campaña publicitaria y un tema tal vez demodé para un público que demandaba ritmos más rockeros acabaron con esta agria y dulce historia de amor. Para algunos demasiado agria, para otros demasiado dulce.
Sin embargo el tiempo -que todo lo puede y todo lo cura- ha puesto a esta obra en el lugar que merece. Una vez cancelada fue nominada a ocho premios Tony (aunque no se llevó ninguno), desde principios de los 80 que se estrenó en Londres (con una Mabel llamada Imelda Staunton, by the way) se han sucedido las reposiciones por diversos paises, y algunas de sus canciones (I won´t send roses, Wherever he ain´t, Times heals everything...) se han convertido en auténticos clásicos del musical.
Pero al viejo Herman aún le quedan secuelas del triste abandono de su criatura. No hace mucho lo decía en una entrevista en la que se refería a éste como uno de sus trabajos predilectos. Solo por eso hoy despolvamos esta singular historia de amor, esta pieza de culto que une la grandeza del cine con la del teatro y la música, y que nos hace una visita guiada por la factoría donde los sueños se hacen realidad y luego la realidad va y se convierte en pesadilla. Movies were movies when you paid a dime to escape...
A ver, a ver... ¿dónde nos quedamos? La última clase de historia fue hace demasiado tiempo, así que tendremos que ponernos al día. Déjadme recordar... ah sí, hablábamos sobre la depresión del 29 y de como afectó al mundo del espectáculo durante la siguiente década. Hablábamos sobre la pérdida de la inocencia del showbusines y de la sociedad americana en general. De como los años treinta fueron dulces y amargos a partes iguales para Broadway.
En 1937, a los dos años de estrenarse un hito fundamental en la historia del musical -y la ópera- llamado Porgy and Bess, su autor murió de un tumor cerebral cuando solo tenía treinta y ocho años. Gershwin se fue sin conocer el éxito de su obra magna igual que Colón murió sin saber que había descubierto América. Caprichos del destino. La gran música quedaba huérfana para siempre.
Mientras Cole Porter y Jerome Kern estrenaban Anything goes o Roberta -ambas ligeras y sofisticadas- Orson Welles y John Houseman trataban de llevar al teatro musical hacia territorios de compromiso político y denuncia social. Pero todo tenía cabida en el Great White Way de la época.
Por esos días se estrenó la película que consiguió fijar la imagen definitiva del barrio más popular del universo. Todos los clichés, las situaciones, los sueños, las esperanzas y las decepciones, el fracaso y el triunfo se instalaron para siempre en una calle, la número 42. Por entonces ya había teatros desde la veintitantos hasta la cincuenta y muchos, pero el corazón de la manzana seguía alojado en la 42, junto al New Amsterdan Theatre, uno de los locales más lujosos que pudieron pagar los magnates holandeses. Mientras la construcción de nuevos salones se expandía de norte a sur como una mancha de aceite, una serie de obras nuevas se presentaban hacia finales de la década. Algo estaba cambiando en el negocio del espectáculo.
El estreno de Pal Joey, una de las últimas colaboraciones de Richard Rogers con Lorenz Hart (1940), fue toda una revolución. El tiempo en que los shows se nutrían de buenas canciones que aderezaban endebles historias se estaba acabando, poco a poco se estaba imponiendo la narración por encima de todo lo demás. Y Pal Joey era un buen ejemplo de ello. Esta irreverente farsa sobre un vividor con una moral más que discutible ponía a un crápula de cabeza de cartel. Un cuento sobre damas adineradas enredadas con gigolós de poca monta que escandalizó al mismo tiempo que atrajo a miles de espectadores. En el fondo no hacía más que retratar lo que pasaba en la esquina de enfrente -la América de las buenas costumbres quedaba lejos- pero acompañado de canciones inolvidables como I could write a book o Bewitched... La mayoría de las parejas que bailaban estas románticas baladas no tenían ni idea de que en realidad hablaban de traición, celos y abandono. Y además sin un final feliz.
Rogers y Hart tampoco tuvieron un final feliz, tras años de estrecha y fructífera colaboración les separó la enfermedad y la muerte del segundo. Para quien sí terminó mejor la cosa fue para un muchacho de Pittsburgh que probaba suerte en Nueva York y acabó quedándose con el papel protagonista: Gene Kelly. Lo demás es historia.
La llegada de la Segunda Guerra Mundial también afectó al panorama escénico -como a todo lo demás- pero desde luego no tanto como lo había hecho la anterior crisis bursátil. Los años cuarenta arrancaron con un impulso patriótico que, claro, también contagió a Broadway. Irving Berlin se alistó en el ejército y se apresuró a componer un musical que se convirtió en himno del espíritu combativo americano, This is the army. Más de cien soldados (entre los que se encontraba el propio Berlin) salían al escenario cantando marchas militares al mismo tiempo que se travestían para representar sketches cómicos o burlescos. Según cuentan las crónicas "estos chicos pasaban su vida ensayando por la mañana en mallas, con fusil y botas militares por la tarde y actuando por la noche sobre tacones altos". Eso sí, todo bajo la supervisión y el beneplácito del ejército de los EEUU. Anything goes!
En aquellos días las luces de Times Square se apagaban de vez en cuando -por ahorro y precaución contra posibles ataques-, pero cuando volvían a encenderse lo hacían aún con más fuerza y más brillo. La guerra estaba cambiando el mundo, pero ya nada podía contra una industria del entretenimiento totalmente consolidada. A eso ayudó mucho una llamada de teléfono, la que el "recién viudo" artístico Richard Rogers hizo al letrista Oscar Hammerstein II. Quería que le echara un vistazo a una obra de teatro costumbrista titulada Green grows the lilacs, a ver qué se le ocurría. Y se les ocurrió Oklahoma! A partir de ahí empezó un largo y ancho camino de colaboraciones juntos, y desde ese preciso instante se puede decir que comenzó lo que se conoce como la "edad de oro" del teatro musical.
Pero eso lo dejaremos para la próxima entrega, que por hoy ya está bien.
Por el momento, y como premio a vuestra atención, nos subiremos juntos a una calesa con flecos en el toldo que nos llevará a una calle en la que los sueños nacen, mueren y vuelven a nacer. On the avenue I´m taking you to...
¿Qué hay de nuevo amigos? Bueno, y que ha habido y qué habrá. De eso va nuestra primera entrada formal de la temporada. Estrenos, eventos, conciertos, grabaciones... todo lo que ud. quiso saber sobre la actualidad del musical y no se atrevió a preguntar.
Como siempre tenemos que polarizar entre Londres y Nueva York. Ok, Madrid también. Claro que hay más, mucho más, pero no damos para tanto. Los estrenos de Berlin, París o México (que seguro los habrá, y buenos) los buscan uds. en internet que para eso está. Cuando esto sea de pago ya veremos...
Y es que a pesar de la crisis que persigue a los escenarios y acosa a las butacas -en España el subidón del IVA a los espectáculos teatrales es más que alarmante/indignante- aún no podemos hablar de sequía, todo lo contrario, no dejan de llover nuevos proyectos. Eso sí, muchos mueren poco después de nacer.
En la grandísima manzana tuvieron un final de 2011 y unos comienzos del 12 verdaderamente suculentos. Desde piezas nuevas como Once, Leap of Faith, Nice work if you can get it o Newsies, a reposiciones de lujo como Follies, Porgy and Bess, Godspell, Jesus Christ Superstar o Evita... todo un banquete de estrenos que ha ido decayendo conforme ha ido llegando el verano. Suele suceder, pero este año ha habido sorpresas estivales como el Into the Woods que se ha montado en Central Park, al aire libre. Todo un privilegio para los afortunados que pudieron disfrutar de unas contadas representaciones bajo las estrellas y con estrellonas como Donna Murphy, Denis O´Hare y Amy Adams... ahí es nada, y encima gratis!! Estas cosas solo pueden pasar en Nueva York. Y a unas treinta calles, en el Broadway Theatre, Whoopi Goldberg se ponía el hábito de Sister Act para una única función -a 8000 dólares la entrada- a beneficio de la campaña de su amigo Barack Obama. Como para no ganar...
Y en unos pocos días comienzan las previews de Annie, con la magnífica Katie Finneran (Promises Promises) como Mrs. Hannigan y Anthony Warlow (The Pantom) como papá Warbucks. Dirige uno de los grandes, James Lapine. No estará nada mal como regalo navideño, claro, si eres hijo único de una familia del Upper East Side en una película de Woody Allen. Otra novedad: se acaba de estrenar Chaplin, the musical, una obra sobre la vida del genio del cine mudo con partitura del joven compositor Christopher Curtis. Las críticas no son malas del todo. Promete espectáculo, emoción, risas y muchas lágrimas. Eso dicen.
Pero el plato fuerte de la temporada será Rebecca. O el gran batacazo, ya se verá. Por causa de sus tremendos costes, el estreno de este show se tuvo que suspender y aplazar en un par de ocasiones. ¿Era necesaria una adaptación de esta película intocable? ya veremos. Christopher Hampton como libretista y Graciela Danielle en las coreografías -y Karen Mason como la bruja Mrs.Danvers- son una garantía, pero... en fin, esperemos a octubre, a ver qué dice la Santa Inquisición del show business (el New York Times).
El panorama neoyorkino se ha animado con la apertura de un cabaret de lujo en la calle 54 llamado 54 Below con una programación de infarto. Desde Bernadette Peters hasta Ben Vereen, pasando por Brent Barrett o Janis Siegel calientan el pequeño escenario de este club nocturno. ¿Qué quien está cantando ahora? Una señora llamada Patti LuPone. Hasta el sábado que viene, ¿te animas? Quién me mandaría a mí nacer en este continente...
Pero bueno, el que me ha tocado tampoco está tan mal. En poco más de una hora y media de vuelo (eviten ciertas compañías de bajo coste, please) nos plantamos en el West End londinense, que gracias a los fastos de las recientes olimpiadas está que arde. ¡Desde cuándo no veían una cartelera como la que lucen estos días! Entre Picadilly Circus y Leicester Square resplandecen los luminosos de las marquesinas con letreros como Sweeney Todd (con Michael Ball e Imelda Staunton en las últimas representaciones), Singin' in the Rain, Top Hat (ambas adaptadas de sendos clásicos del cine, con mucho claqué y muchísimo glamour) o Matilda, the musical (un exitazo basado en el personaje infantil que arrasó en los últimos Olivier Awards y que acaban de exportar a Broadway)... Y pronto empezarán a brillar los de The Book of Mormon (solo era cuestión de tiempo que llegara a Londres), Cabaret (un montaje alemán que promete morbo a espuertas), A Chorus Line (la producción vista hace unos años en B´way), Kiss me Kate (del prestigioso Chichester Festival Theatre), Charlie and the Chocolate Factory (una versión de la película con canciones de Mark Shaiman y dirección de Sam Mendes) y... bueno, mejor nos ponemos las gafas de sol, si no queremos quedarnos ciegos con tanto resplandor.
Y todo esto sin poder tomar aviones baratos, por si acaso...
En fin, siempre nos quedará Madrid. Aunque no se puede comparar -ya lo sabemos- hay cosas interesantes, que sí hombre! Bueno, siento deciros que salvo el estreno inminente de Sonrisas y Lágrimas (con Carlos Hipólito como Von Trapp) y la permanencia -y resistencia- en cartelera de El Rey León... mucho más no hay.
Pero por extraño que parezca, esta semana llega a la capital una de las grandes de Broadway, Susan Egan (Beauty and the Beast, Cabaret,...) y dará, además de unas clases magistrales, un show el próximo martes (un martes!) 25 de septiembre en el teatro Compac Gran Vía. Para una vez que nos visita una estrella viene un solo día y entre semana...
Así que antes de acudir al Prozac o asaltar un banco (que tiene mucho más glamour que un supermercado de barrio), buscaremos consuelo por ejemplo en la tienda más cercana a la que muy pronto llegará el último cd de Barbra Streisand con descartes inéditos de discos anteriores (Release me). Por cierto, la diva debuta dentro de unas semanas en una gira de conciertos que comienza en Nueva York el próximo 11 de Octubre. Back to Brooklyn se llama, casi ná. Tenemos tres opciones: reservar vuelo y hotel YA!, esperar pacientemente a que editen cd o dvd (y disfrutar casi lo mismo) o volar con nuestra imaginación a cualquiera de esos escenarios donde bailan las ilusiones con los recortes y el arte con los presupuestos. En cualquier caso ya sabes: let´s face the music and dance!
De vuelta al trabajo. Suena el despertador y de repente es Septiembre. En la confusión del momento no sabes ni donde estás -tras muchos días frecuentando otras camas-, repasas mentalmente lo que tienes que hacer, adonde tienes que ir, con quien te tienes que ver... y deseas volver a dormirte unos cuantos meses más.
De vuelta a la rutina, al horario, al jefe, a las prisas, a la lucha cotidiana... También a los amigos, a los reencuentros y a todo lo bueno que dejamos atrás cuando hicimos esa maleta que, por cierto, aún no hemos deshecho del todo.
De vuelta al café de la mañana, al periódico y a la radio (o a lo que nos han dejado de ella), al pantalón largo y a los zapatos cerrados (dónde están los dedos?). De vuelta a la vida que una vez elegimos ¿o tal vez no?
Con la pertinaz crisis que nos acecha, este año menos que nunca debemos quejarnos de volver al trabajo -es lo que se oye por cada esquina hasta la extenuación- y sí dar gracias por conservarlo. Como siempre será de vital importancia indagar en lo bueno de esta rentrée, que de seguro algo hay. Que sí hombre! Accentuate the positive!
Stage Door cerró su redacción en Julio -para descansar y dejaros descansar- con una canción de Stephen Sondheim y abre en Septiembre con otra. Una que habla de regresar, de encontrar lo que echabas de menos, de volver a empezar y tomar del pasado solo lo bueno, dejando atrás lo peor. Bye bye blues, so long adversity, happiness hello!! Una canción con ritmo, con swing, con la energía de un chute vitamínico que no encontraremos en la farmacia ni en el mercado negro. Y encima cantada por una aún joven y espídica Liza claqueando sobre el piano de Billy Stritch (por lo que os cuesta esto no podéis pedir más).
Este humilde blog musicalero arranca su segunda temporada con ganas de seguir disfrutando y hacer disfrutar a los que no os importa gastar unos minutos cada quincena en conocer o recordar algún show, alguna estrella, canciones o noticias del mundo del espectáculo.
Y seguiremos -ya desde la semana que viene- con las secciones habituales a las que tal vez incorporemos alguna nueva ¿por qué no? Los buenos musicales deben ser generosos en números y efectos. Pero el público también tendrá que mostrar generosidad con su asistencia -aquí no hacen falta aplausos-, que si no tendremos que colgar ese cartel que tanto vemos últimamente de "cancelled". Así que pasen, vean y no falten a nuestra cita de cada dos semanas!! Bueno, y si de vez en cuando lo tienen a bien...comenten algo please!!
Empezamos una temporada en la que se estrenará Los Miserables en el cine, en la que Barbra Streisand se calzará los zapatos de Mama Rose y en la que tal vez se retome el tan acariciado proyecto de llevar Wicked a la gran pantalla. Y mucho más. Como decía aquella canción, "the best is yet to come". Ese es el espíritu que hay que retomar en una mañana en la que el despertador suena a deshora, diciéndonos que, queramos o no, hay que volver al negocio, eso sí, dispuestos a disfrutar de los buenos tiempos que seguro están por llegar.
Wellcome back! Willkommen, bienvenue... Vuelvan a sus asientos que el espectáculo va a continuar.
Que vengan los payasos. Qué empiecen a divertirnos, que nos hagan reir, que nos riamos de ellos... o quizás no, porque ya estamos aquí nosotros.
¿Cómo se puede hacer una canción tan bella que hable sobre meter la pata? La situación: la hermosa, glamurosa -y algo talludita- Desiree Armlfeldt, invita a un grupo de amigos a la mansión de su madre con la intención de recuperar al amor de su vida. Pero Fredrik Egerman no lo tiene tan claro. Aunque hace tiempo estuvo enamorado de ella, ahora arde en deseos por su joven, casta y virginal esposa. Entre enredos, confusiones, desencuentros, celos y venganzas varias, finalmente los amantes se quedan solos en el dormitorio. Por una vez es ella la que se declara a él, se traga su orgullo y le echa valor. Lo malo es que Fredrik aún alberga esperanzas de salvar su matrimonio y ser feliz con una chica que más podría ser su hija, y a la que no quiere traicionar. Así que por primera vez están los dos sobre una cama en la que ahora no habrá más que palabras... y música.
Lo que ella comienza a cantar en este momento, no es más que una disculpa, ante su amor y ante sí misma. Una más que digna reacción ante el jarro de agua fría que se ha ganado a pulso. Hay decepción en sus palabras, también burla, ironía y un poco de autocompasión. Madurar duele, y el último tren parece alejarse a toda máquina.
Cuando Stephen Sondheim y Hugh Wheeler estaban rematando las canciones y el libreto de A little night music, allá por el año 73, Send in the clowns aún no había nacido. El musical basado en Sonrisas de una noche de verano, de Igmar Bergman, y ambientado en la Suecia de principos de siglo, estaba casi terminado cuando irrumpió la que iba a ser su protagonista. Tras buscar entre todas las grandes señoronas de la escena -preferiblemente maduras y británicas-, finalmente dieron con el alma de la producción. Glynis Johns (la Sra. Banks de Mary Poppins) no había cantado casi nunca antes, pero Sondheim supo inmediatamente que ella y no otra, era Desiree. De todas formas se trataba de un personaje que apenas cantaba en la obra, algo insólito tratándose de la protagonista. Pero el aire a la vez distinguido y mundano, el "charme" y la altivez, mezclados con una buena dosis de sentido del humor, la hacían perfecta para el papel de la diva en crisis. Y además encajaba al milímetro con Len Cariou -un enorme Fredrik- con quien había una química indiscutible.
En el libreto original, la escena de la confesión se resolvía con una canción del amante, al que ella escuchaba atenta con lágrimas en los ojos. Pero Harold Prince -director de la obra- sugirió al autor que escribiera un tema para ella, a la que apenas se le oía cantar en toda la función. Y así fue como surgió esta celebérima balada, una de las señas de identidad del teatro musical americano. Según palabras del propio Sondheim, la compuso pensando exclusivamente en la actriz, con versos cortos y frecuentes pausas que le permitieran actuar, crear tensión y a la vez recuperar fácilmente la respiración. Él confiesó no haber quedado demasiado satisfecho con la pieza, en comparación con el resto del material mucho más lírico y elaborado. Pero cuando la empezaron a ensayar vieron que no solo entraba a la perfección en la trama, sino en el perfil y el estado de ánimo de la intérprete. Siendo la que menos cualidades vocales tenía de todo el reparto, la Johns consiguió emocionar a los autores desde el primer ensayo. Entonces se llamaba "Send in the fools", pero al no encajar del todo el título decidieron sistituir a los locos por los payasos.
Durante los dos primeros años tras el estreno, la canción no destacó demasiado del resto de la excelente partitura. Tan solo Bobby Short la grabó acompañado del piano, en un disco que no tuvo mucha repercusión. Pero poco después la interpretó Judy Collins y, ante la sorpresa del compositor, se convirtió en número uno en Inglaterra. "Eso demuestra que no existe la fórmula para fabricar un éxito" decía el propio autor. Un tema melancólico, con una dulce melodía y un tempo cadente... pero con una letra algo críptica que nadie parecía entender muy bien. Pero eso no fue un problema, la música sugiere tanto que no es necesario descifrar los códigos de su mensaje.
Desde los años ochenta han sido muchos los que la han incluído en sus repertorios. Frank Sinatra la consagró definitivamente y la convirtió en la canción más popular de todos los shows de su autor, cosa que a éste le parece una gran injusticia. Sarah Vaughan, Shirley Bassey, Grace Jones, Tony Bennett y Barbra Streisand la han hecho suya, se ha convertido en un standard de jazz y una pieza de bossa nova. Hoy es algo universal -mucho más famosa que el show al que pertenee- siendo tan pequeña y habiendo nacido con tan pocas expectativas. ¿A que va a ser verdad eso de que menos es más?
Oirla en escena emociona siempre. Ya sea en la voz de Jean Simmons, Judi Dench o Bernadette Peters -incluso Liz taylor- las otras magníficas Desirees. Y es que en el fondo todos nos hemos sentido alguna vez así de defraudados por algo o alguien, o por nosotros mismos. Sobre todo si estamos en esa edad crítica en la que la vida parece burlarse con cariño de nosotros, pobres payasos.
Escuchemos con atención esa balada que habla de la farsa en que vivimos, la pequeña música nocturna que acaricia y también araña, y dejemos que se nos dibuje, mientras suena, una sonrisa que refresque estas cálidas noches de verano.
Una diva no tiene por qué ser una gran cantante, ni siquiera una gran actriz. Una diva es algo más. Fanny Brice, Ethel Merman, Mary Martin, Carol Channing... cómicas, "caricatas", reinas capaces de reirse de sus propias debilidades y de su propia sombra. Carne de focos y escenario, payasas que resisten los embates de la vida a golpe de carcajada. Pero que también pueden arrancarte una lágrima a poco que te despistes...
La historia de Broadway está llena de estas actrices de vocación que -nadie sabe exactamente por qué- sin ser especialmente bellas, ni esculturales, ni glamurosas... se cuelan en el corazón del público de por vida. Lucille Ball, Carol Burnett, Barbara Harris... chicas corrientes, simpáticas, a veces inocentes, a veces atrevidas, pero con una personalidad de hierro forjado entre los bastidores de la vida.
Kristin Chenoweth es una de ellas. La última en unirse a este insigne grupo de "chicas divertidas". Pero ella, además, viene equipada con una voz de oro de veinticuatro quilates. Esta rubia pizpireta de poco más de un metro y medio, vino al mundo hace cuarenta y tres años (aunque siga aparentando veintipocos) en Broken Arrow, Oklahoma. Sí, nació en un estado con nombre de musical de los clásicos, cómo no. Sin ser totalmente consciente de sus orígenes -fue adoptada cuando solo era un bebé- ella afirma tener un "cuarterón" de india cherokee, algo no demasiado extraño en esa región. Lo que siempre tuvieron claro los que la conocían, es que era diferente a las demás, alguien extraordinaria. Como extraordinaria era su vocecita de pito de registros ilimitados. Por eso comenzó a cantar en coros de gospel cada domingo y así fue sobresaliendo hasta conseguir una beca para estudiar ópera y teatro musical. Cuentan que fue a Nueva York a ayudar a un amigo a mudarse, y ya no volvió nunca más. La seleccionaron para un papel en Animal Crackers (una comedia de los Hermanos Marx convertida en musical) y a partir de ahí todo fue subir escalones.
A comienzos de los 90 ya estaba "on tour" con obras como Babes in arms, The Phantom of the Opera (donde Kristin fue Christine por varias ciudades y países), The Fantastiks (¿qué estrella de Broadway no ha hecho alguna vez de Luisa?), hasta que llegó su debut en la gran ciudad con un estreno de auténtico lujo, Steel pier, de Kander y Ebb. Por su pequeño papel de la soprano enloquecida Precious McGuire ganó su primer premio de importancia, el Theatre World Award. Poco después hizo de Sally, la hermana listilla de "Carlitos" en You´re a good man Charlie Brown, personaje por el que se llevó su primer -y hasta ahora único, no me preguntéis por qué- Tony. También fue Daisy Gamble en una producción Encores! de On a clear day you can see forever, la primera reposición que se hacía desde su estreno en plenos sesenta. Y es que nadie más se atrevía a hacer una Melinda digna de su predecesora, otra rubia pizpireta de tremenda voz, la genial Barbara Harris (a la que también "siguió" en la reciente reposición de "The Apple Tree").
Pero el espaldarazo definitivo a la fama -además de por sus apariciones en varias películas y series- se lo dio Glinda, la Bruja Buena del Oeste, ¿no es lo que suelen hacer las brujas buenas?. Con Wicked, Kristin Chenoweth -al igual que su colega, Idina Menzel- logró subir al podio, al trono, al olimpo, a ese lugar de privilegio al que se tarda mucho en llegar pero del que a veces se sale muy deprisa. El gran público se aprendió su nombre para siempre con la creación de este claro y oscuro personaje que supo interpretar con todos los matices que requería y con su acostumbrada voz de ángel endemoniado. Ojalá las muchas Glindas sustitutas hubieran estado a su altura, y a la de la Menzel, claro.
Cunegonde en Candide (producción de la filarmónica de Nueva York), Lily St. Regis en la versión televisiva de Annie, Marian (the librarian) en The Music Man, también para televisión -junto a Matthew Broderick- y un sinfin de intervenciones en series "con derecho a canción" como la estupenda Glee, en la que hacía de la fracasada April Rhodes. Sus versiones de One less bell to answer o Maybe this time en sendos capítulos son antológicas. ¿Por qué no se ha pensado en un spin-off con ese personaje?
La última vez que la vimos sobre un escenario de Broadway fue hace un par de años, y hacía algo muy complicado. Emular a Shirley MacLaine en El Apartamento no es un toro que pueda lidiar cualquiera. Y encima cantando y bailando. Promises, promises, la obra maestra de Burt Bacharach, nos brindó la oportunidad de verla en un papel menos cómico y más amargo, la de la ascensorista que se mira en el espejo roto de su propia existencia ("no deberías usar rimmel si te enredas con un hombre casado"). La perfecta química con Sean Hayes (el Jack Lemmon del show) nos regalaba uno de esos escasos momentos mágicos en los que el oficio y la inspiración rebosan por todo el patio de butacas.
La voz de esta "pequeña gran diva" -chillona o aterciopelada según se requiera- es tan personal, tan única que se ha llegado a inventar un término relacionado con su tesitura imposible, "the Cheno note". Una nota a la que muy pocos pueden llegar y que deben evitar los que quieran conservar su cristalería intacta. Pero eso no es lo más importante de esta "chica divertida" (también hizo Funny Girl en una función-homenaje, por cierto) de curvas sinuosas y ojos de un azul de piscina californiana. Lo mejor de Kristin Chenoweth no se puede medir, solo se percibe cuando aparece en un escenario y de repente dejas de ver al resto de los actores. Hay quien nace con ese don, un foco de luz que no solo les ilumina a ellos, sino también a los que tenemos la suerte infinita de acercarnos alguna vez.